viernes, 29 de enero de 2010

Rolcraft - Samuel Strongshield (Nueva Era) 1/4

Seguimos en WOW, en el servidor Rolcraft. Reconozco que la primera historia de Samuel era algo mala, no comparable con lo que soy capaz de hacer ahora. La que os iré colgando estos días es una historia algo más avanzada, años después: Samuel se alistó al ejército, y subió peldaños poco a poco. En esta historia sabremos un poco más sobre su pasado, y el paradero de sus padres y su hermano.


La mañana había amanecido fría. Unos pocos copos de nieve caían con timidez sobre el blanco manto que formaba el suelo. Pese a que habían pasado varios meses desde que el tiempo había comenzado a volver a su cauce normal, algunas cosas necesitarían años para volver a ser como eran. El soldado Crownell entró con paso dubitativo al ala sur del campamento. Sus compañeros, entre risas, ya le habían advertido de ese austero emplazamiento:

 -         No les mires a los ojos, esos tipos comen carne cruda y se beben la sangre de los demonios…

 Por supuesto, él sabía que todo era mentira, pero no evitaba que una sensación de incomodidad le recorriera el cuerpo entero. El asentamiento del escuadrón de los Leones de Acero era a la vez temido y reverenciado en el gigantesco campamento del Ejército de la Alianza, situado en las planicies del norte. Mientras lo recorría a grandes pasos, notaba las miradas de los soldados que lo observaban de arriba a abajo. Tipos duros, arrogantes, peligrosos. Su líder se había encargado de seleccionarlos entre la peor calaña de la Capital y alrededores: Alguaciles de la Prisión Real, los Guardias del Puerto, los Exploradores del Bosque Oscuro, Mercenarios y demás, formaban ese grupo de élite.

 Crownell esquivó con destreza a un gigantesco matón con una fea cicatriz donde antes debía de estar el ojo derecho, que se le había plantado delante con la intención de intimidarle, y se dirigió a la tienda que le habían indicado. No era la más grande ni la más lujosa, de hecho su ocupante solicitó ex profeso que fuera como la del resto del escuadrón. Todos iguales, todos hijos del Reino, comentaba.

 Un chucho de pelaje parduzco estaba postrado frente a la cubierta que hacía las veces de puerta de la tienda, y alzó la cabeza cuando el joven soldado llegó a ella. Era un ejemplar viejo y cansado, pero se las había arreglado para seguir a su amo de aquí para allá aguantando las inclemencias del tiempo como uno más. Sus ojos negros miraron un segundo a Crownell y acto seguido comenzó a gruñir de forma metódica, como un acto reflejo. El muchacho se quedó parado, perplejo, sin saber qué hacer, hasta que una voz profunda habló desde el interior de la ajada tienda:

 -         Sire, ya basta… Y tú, muchacho, entra, ¿qué quieres?

 El perro, obediente, agachó la cabeza y el soldado, saliendo de su estupor, entró con paso firme en la tienda. Un agradable calor procedente de una pequeña estufa de carbón lo envolvió de repente y miró con una sonrisa incómoda al hombre que se encontraba frente a él. Sentado sobre una silla de piel y piedra, con el largo cabello cayéndole sobre los hombros, y sus fríos y acerados ojos mirándole, el líder del escuadrón parecía mayor de lo que sus años realmente querían reflejar.

 -         Samuel Strongshield, líder del escuadrón de los Leones de Acero, señor, traigo instrucciones para vos de parte del General Lightheart.

 El gesto de la mano del cansado guerrero indicó a Crownell que continuara.

 -         Mi señor, el General Lightheart, de acuerdo a los informes de los exploradores, y en consonancia con las órdenes de nuestro amado rey, Anduin Wrynn, ha descubierto que el de hoy era el último campamento de la Legión que quedaba en pie.

 Samuel abrió los ojos de par en par, y el soldado correspondió con una amplia sonrisa al gesto del Caballero.

 -         Sí, mi señor Strongshield, volvemos a casa.

Aún no se había acostumbrado al hecho de que lo llamaran por su verdadero apellido. Habían pasado varios años desde el fatídico suceso que cambió su vida de repente, y por el cual fue expulsado de la Orden de la Mano de Plata. Aún recordaba las palabras del Maestre Quiebrasombras aquel día, como si fuera ayer:

 -         Hijo mío, con este acto has deshonrado a la Orden y a tu propia familia. El castigo que te corresponde es severo, pero gracias a la intervención del Barón Goldenrobe se te ha reducido la pena. Deberías agradecérselo.

 El Barón Teobaldo Goldenrobe, amigo fiel de su familia desde que tenía conocimiento, consiguió que el castigo fuera algo menos que la muerte. No lo había vuelto a ver desde aquella vez, puesto que fue enviado a las Tierras de la Peste, al norte, como reprimenda por interceder en un asunto con el Maestre. Hasta aquel día…

Era la visión más increible que los cansados ojos del guerrero habían tenido frente a sí jamás. Orcos y Humanos, Enanos y Trolls, e incluso los inmundos No Muertos luchando codo con codo para librar al mundo de ese ejército demoníaco que no dejaba de aparecer por doquier. El escuadrón de Samuel, los Leones de Acero, haciendo honor a su fama, luchaban en el frente de la batalla plantando cara a los demoníacos adversarios de igual a igual. Sam los había elegido por eso mismo. Eran tipos que habían visto la muerte de cerca, y no se acobardarían ante lo que tenían enfrente, lo que habría hecho que un soldado normal manchara sus calzas. 

 Durante un instante, pensó en Helmok, al que había rebautizado como (nombre) (“traducción”) tras la batalla de Petravista, debido a que el pelaje se le había quedado permanentemente negruzco debido a la ceniza y el hollín. No había podido ir con él al frente de la batalla y estaba seguro de que le habría encantado. Juraría que algo del carácter de Thanos se había quedado en el carnero.

 Giró ambas muñecas y decapitó sin problemas a una criatura cornuda que se le lanzaba con las fauces abiertas. Sus compañeros lo llevaban bien. La Legión, acostumbrada a que sus enemigos se batieran en retirada al primer momento, se había encontrado con que la miríada de combatientes de la Alianza y la Horda que se plantaba frente a ellos no daba un paso atrás.

 -         ¡Mi señor Samuel, allí, parece que tienen problemas! – grito Edwarson, el ballestero de Elwynn, capaz de acertar a un lobo en la oscuridad a varias decenas de metros.

 Tenía razón, subidos a una colina y rodeados de esos perros demonios sedientos de sangre, un grupo pequeño de paladines se estaba viendo desbordado por los embates. Samuel no se lo pensó dos veces y corrió hacia allá.

 -         ¡Hunters, Micheal, venid conmigo! – dijo, mientras apoyaba la bota sobre la espalda de un enorme demonio acorazado y se impulsaba hacia delante.

 Las espadas gemelas de Samuel brillaron blanquecinas cuando se hundieron en el cuerpo del desprevenido sabueso que cayó primero. Sus ataques eran rápidos, pero no eran capaces de controlar el golpeteo continuo de mazas y espadas que provenían de ambos lados.

 -         ¡Adelante, que no quede uno en pie! – gritaba Samuel, mientras miraba por el rabillo del ojo a los paladines, que luchaban con fuerzas renovadas ante la ayuda que acababan de recibir.

 La batalla continuó sangrienta y despiadada. Muchas vidas se perdieron, y algunas alianzas se reforzaron. Los enemigos que provenían del Portal fueron rechazados, y su General yacía ahora en el suelo, con las múltiples heridas que los líderes de la Alianza le habían provocado. Los ejércitos se separaron en varios campamentos distanciados varios kilómetros, a fin de evitar escaramuzas por parte de uno y otro bando. En su tienda, rodeado de sus hombres, y rezando una plegaria por los compañeros caídos en combate, Samuel pensaba en la batalla que acababa de finalizar. Un mensajero, que obedientemente había esperado a que los soldados finalizaran sus rezos, se dirigió al líder del escuadrón:

 - Mi señor Samuel, me han mandado a buscarle.

 Samuel recorrió las diversas instalaciones médicas y altares portátiles que se habían instalado por el campamento de la Alianza para ayudar a los heridos con particular interés. Suponía que el hecho de que el Paladín al cargo del escuadrón de la Mano de Plata enviado al combate lo llamara, era para darle las gracias, pero no entendía por qué; no podía esperar a que recuperaran las fuerzas. Buscó con la mirada el estandarte de la Orden y se acercó a su posición a pequeños saltitos, evitando los excrementos de los animales que salpicaban el campamento.

 -         Soy Samuel de los Páramos, líder del Escuadrón de los Leones de Acero, se me ha hecho llamar – explicó al centinela, que miraba al soldado con ojos cansados.

 El interior del campamento de la Orden estaba bastante bien cuidado en comparación con el resto de las instalaciones de la Alianza, y sus ocupantes no mostraban heridas graves. Samuel entró en una tienda flanqueada por dos de los paladines que reconoció de la colina y saludó de forma monótona con la mano al entrar.


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