jueves, 2 de abril de 2020

Reflexión


La situación que estamos viviendo durante estos días está sacando lo peor y lo mejor de cada persona.

Lo mejor es fácil verlo: sólo tienes que leer las cada vez más numerosas noticias sobre empresas que han cambiado su producción para convertir sus talleres y maquinarias en productores de mascarillas, gorros, guantes y batas para el personal de sanidad que hoy en día se ha convertido en nuestra primera línea de defensa contra la infección. Puedes verlo en los ancianos, desempleados y particulares en general que deciden invertir su tiempo libre en usar lo poco que tienen y su habilidad, para ayudar a los demás, en tender una mano amiga a cambio de nada. Puedes escucharlo en los aplausos que, sin faltar ni un solo día, han resonado en nuestros barrios para homenajear estos hombres y mujeres.

Son noticias que te hacen sonreír, que agitan tu corazón lo suficiente para recordarte que todos tenemos la esperanza de que, cuando todo termine, seremos mejor personas. Mejor país.

Sin embargo, estos gestos quedan ensombrecidos por las noticias, rumores, mensajes, vídeos, y canciones que buscan hacer daño a los demás. Día tras día, hora tras hora, fluye a través de los teléfonos móviles y redes sociales contenido pernicioso, más afilado que cualquier hoja y más venenoso que el virus que ahora mismo amenaza nuestra sociedad. Y sólo hay una motivación para ello: la ideología.

Hoy por hoy no nos estamos atacando porque estemos en guerra – no una literal, en la que empuñemos fusiles – o por conseguir un botín o tierras. Nos atacamos por defender un partido político, el que consideramos de nuestro bando, los buenos – o los menos malos – y para ello no nos importa en usar todas las armas a nuestro alcance. Nos convertimos en los peores ejemplos de personas que podemos llegar a ser: mentimos, ultrajamos y engañamos. Manipulamos información. Coreamos consignas vacías y sin sentido sólo porque encajan en el rompecabezas mental que pensamos conforma nuestro ser. Nos creemos superiores moral e intelectualmente que otros. O peor aún, dejamos que los nuestros nos engatusen.

¿Y todo, por qué? Por nada.

Sí, siento ser así de brusco, pero no obtienes nada de todo esto. Que los tuyos estén en el Gobierno no va a llenar tu plato de comida, ni te abrigará por las noches. No te hará mejor persona, ni te ayudará a poner una sonrisa en los labios cada mañana si antes no eras capaz de hacerlo. Más aún, te habrás convertido en alguien mucho peor que ha oscurecido un poco su corazón a cambio de una victoria electoral de personas que crees conocer. ¿Y sabes cuánto durará esto? Unos pocos años. Una miseria en comparación con todos los que vivirás. Porque pasado el tiempo, los otros se convertirán en quienes tengan el control del país, y serán sus fieles quienes tendrán el corazón podrido. Y así uno tras otro.

Y mientras tanto, habrás atacado a gente con la que vives, trabajas, o quizás nunca verás en tu vida. Le habrás odiado con todo tu corazón sólo porque piensa de forma distinta a ti. Déjame decirte algo. Algo que te hará explotar la cabeza:

Las personas no somos ideologías.

Ni siquiera el político más acérrimo. Ni siquiera el afiliado más sectario y repugnante, que tatúa su piel y su cerebro con consignas que le lleven a la tumba, va a ser nunca un reflejo de su ideología. Es sólo un aspecto más de nuestro yo – un pequeño, casi insignificante – que no define qué o quiénes somos.

Porque puede que la vida te de un vuelco por un giro del destino, y ahora veas las cosas de otro modo. Y te sientas culpable porque ahora ya no piensas igual. Porque tu partido político ya no brilla tanto como antaño.  ¿Es culpa de los políticos, quienes ya no son los héroes que pensabas que eran? ¿O quizás simplemente, el tiempo nos cambia a todos? Nuestras necesidades, nuestras inquietudes, nos cambian. Y eso hace que nuestras ideologías – repito, ese aspecto pequeño e insignificante de nuestro yo – cambien.

¿Me admites un consejo? No te conviertas en soldado de una guerra que nadie va a ganar, pero en la que todos salen heridos. Utiliza tus esfuerzos para amar a los demás, pero sobre todo, amarte a ti mismo. En hacerte la persona más feliz que puedas llegar a ser.

Porque al final, eso es lo que recordarás cuando llegue el final.