Regresamos a la carga. Durante todo este tiempo en realidad no he dejado de escribir, pero no he publicado nada lo suficientemente largo como para colgarlo en el Blog. Sin embargo, hoy sí tengo algo que compartir con vosotros, el trasfondo de un nuevo personaje para una partida ambientada en el mundo de 13th Age, el Juego de Rol. Es la historia de, como digo más tarde, "una anónima figura en la historia que terminó ocupando un lugar en el inmenso tablero del Destino". Su nombre, Nada, es un homenaje a las obras de Joe Abercrombie.
Nada
Un ser humano al que le han arrebatado el alma misma deja de
ser un ser humano. Se convierte en un cascarón vacío, un muñeco de trapo en
manos del Destino y los caprichosos Dioses que moran más allá de nuestro
alcance. Porque el alma es lo que nos hace ser quienes somos. Es lo que nos
permite amar, lo que nos permite sentir compasión, anhelo y deseo. También es
lo que nos ayuda a enfurecernos, a odiar y a desear venganza.
Pero arrebatar el alma no es tan sencillo. Se necesitan
engaños manifiestos o inmensos poderes para ello. Y, sin embargo, puedes
reducir a un ser humano a su mínima expresión si consigues arrebatarle todo y
sólo le ofreces una única salida, aunque eso signifique un destino peor que la
muerte.
Un sencillo pastor en
las montañas
Nuestra historia trata precisamente sobre eso: de cómo una
anónima figura en la historia terminó ocupando un lugar en el inmenso tablero
del Destino. Y el protagonista no es más ni menos que un simple pastor de una
humilde aldea de las montañas. Su nombre, como descubriréis más tarde, es
irrelevante. El pastor se levantaba temprano para cuidar de sus ovejas y
llevarlas a pastar a los verdes valles que rodeaban el lugar donde vivía. Fabricaba
queso con su leche, e intercambiaba también la lana en el mercado. Disfrutaba
de la Fiesta de la Cosecha, le gustaba beber vino y reír con los amigos.
Incluso se había enamorado una vez. Era una vida feliz. Anodina y carente de
verdaderas ambiciones, pero feliz.
El problema de las vidas anodinas es que no suelen
importarle a nadie. Sobre todo, en un mundo salvaje como el nuestro. Y eso fue
lo que llevó a una terrorífica secta adoradora de demonios a posar su mirada en
la aldea de nuestro protagonista. Sus líderes, convencidos de que los
sacrificios de sangre conseguirían el favor de La Diabolista, la señora de los
abismos, buscaban constantemente víctimas para sus rituales.
El ataque fue durante la noche, cuando viene casi todo lo
que es frío y perverso. Sus agentes, vestidos con ropajes negros y cotas de
cuero, cayeron sobre el poblado. Sin milicia, sin torres de vigilancia o una
mísera empalizada que les protegiera, los aldeanos fueron sometidos rápidamente
entre gritos de sorpresa y terror. Y si pensáis que nuestro protagonista se
alzó espada en mano para proteger a sus convecinos, estáis muy equivocados. Intentó
escapar con lágrimas en los ojos, probablemente con los calzones empapadas con
su propia orina. Pero su carrera duró poco, derribado por una flecha en su
muslo que le hizo tragar tierra y gritar como un recién nacido.
Encadenados como animales, fueron llevados hasta un conjunto
de cavernas que servía como templo para los adoradores de demonios. Y allí, los
hombres fueron separados de las mujeres: ellas serían el objeto de sacrificio
en terroríficos rituales que llenaban las cuevas de aullidos de agonía; ellos,
por el contrario, sufrieron un destino incluso peor. A sabiendas de que no
podrían conseguir adeptos fácilmente, la secta torturaba a sus prisioneros sin
piedad, doblegaban sus mentes, quitándoles todo, hasta la voluntad de vivir.
Entonces, les ofrecían una salida. Una salida que era una alternativa clara
frente a las constantes torturas: unirse a sus filas por la mayor gloria de La
Diabolista.
Víctima de una Secta
Demoníaca
Pero los torturadores sectarios sabían que sólo cuando un
hombre estaba completamente roto podía ser recompuesto de nuevo. Así que las
torturas duraban semanas. Meses incluso. No sólo castigaban sus cuerpos, sino
que retorcían su mente y les hacían que desconfiasen de todos, incluso de ellos
mismos. Les daban esperanzas de que uno de los sectarios que venían a limpiar
sus heridas les salvarían, para al día siguiente convertir a ese buen
samaritano en su nuevo torturador.Bombardeaban sus oídos una y otra vez con
sus doctrinas para obligarles a recordarlas incluso en sus pesadillas.
¿Recordáis a nuestro joven pastor? Sobrevivía a duras penas,
pero al menos seguía respirando. Había visto amigos y familiares caer ante sus
ojos, incapaces de aguantar más las torturas. Otros habían quedado ya relegados
a cuerpos temblorosos y babeantes que eran llevados lejos de las jaulas para
adoptar su nueva doctrina. ¿La mujer que una vez había amado? Creía haber
escuchado sus gritos de agonía la segunda noche, pero poco importaba ya. Sabía
que moriría allí. Porque nuestro pastor, al que le habían arrebatado todo,
tenía una cosa clara: prefería morir en aquel suelo de piedra. No quería
convertirse en uno de esos desalmados que sacrificaban a otros por conseguir el
favor de una Reina que nunca conocerían.
Pasaron los meses, y nuestro protagonista se había
convertido en el último prisionero en pie, y su intento de conversión se había
convertido ya en un reto para los miembros de la secta. Enviaban a sus antiguos
vecinos a convencerle por las buenas, y cuando sólo encontraban un muro de
negación, le torturaban nuevamente. Su cuerpo se volvió duro por las palizas y
los latigazos. Sus huesos, férreos tras romperse una y otra vez. El pastor
había olvidado su nombre, puesto que para la secta sólo era el prisionero. Sus amigos y familiares
ahora eran quienes le hacían daño, día tras día. El miedo había dado paso a la
determinación; la determinación, al odio.
Elegido por los
Dioses Oscuros
Sólo en aquel momento, cuando del afable aldeano sólo
quedaba el recuerdo, comenzaron los sueños. El joven nunca había tenido una
gran imaginación, sus habilidades para la lectura y la escritura eran las
justas para sobrevivir en el mundo civilizado, por lo que sus viajes oníricos
habían ido más allá de formas difusas y emociones. Pero ahora eran nítidos,
claros e incluso vívidos. En ellos, el antiguo pastor caminaba por un cielo
cuajado de estrellas, tan cercanas que casi podía tocarlas con la punta de sus
dedos. Pero no estaba solo. Por el rabillo del ojo distinguía formas entre las
sombras a su alrededor. Sin embargo, ya le habían arrebatado todo salvo la vida
misma, por lo que no temía lo que pudiera encontrarse allí. Así que cada noche
regresaba a ese sueño lleno de estrellas en el vacío. Y cada noche se sentaba a
esperar a que esas formas sombrías decidieran dirigirse a él.
Fue en la séptima noche cuando las cosas cambiaron
definitivamente. Nuevamente llegó a ese cielo negro, pero en esta ocasión no
había allí miles de estrellas en forma de diminutos y titilantes puntos de luz.
Sólo la oscuridad y el vacío. Entonces, se percató de que no es que las
estrellas hubieran desaparecido, sino que había algo que lo tapaba todo de su vista. Esa figura se movió, tan silenciosa como oscura, y abrió un único ojo
violáceo hacia él. Ante el joven, se hallaba ante una criatura de inmenso
tamaño, que si quisiera podría haberlo aplastado como a una mota de polvo. Y,
sin embargo, se quedó allí, mirando a ese ojo sin párpado.
Entonces, el silencio fue roto por una única palabra. Una
palabra que hizo vibrar el tejido mismo de la existencia. Una palabra que le volvió
del revés y le recompuso mil veces. Vive.
El ojo sin párpado empezó a moverse rápidamente, y fue
cuando el joven descubrió que ya no era un ojo, sino una bola de fuego carmesí
que surcó el cielo, nuevamente cuajado de miles de estrellas. Incapaz de
moverse o reaccionar, la esfera llameante impactó de lleno en su pecho,
haciendo que nuestro protagonista despertara entre gritos de sorpresa y dolor.
Ya no había estrellas ni gigantes sombríos, estaba en su celda, en su suelo de
piedra lleno de manchas resecas de sangre y fluidos corporales. Y, sin embargo,
podía sentir ese fuego en su pecho, cálido y frío al mismo tiempo. Un fuego que
le recordaba lo que debía hacer.
Los Dioses proveerán.
Era un mantra que el joven había aprendido a repetir y que le ayudaba a
resistir día tras día. Pero su cambio no había pasado desapercibido para los
líderes de la secta. Incapaces de doblegar su espíritu, decidieron que los
esfuerzos no valían la pena y que su sangre serviría mejor para alimentar el
fuego de la reina de los abismos. Cargado de cadenas fue sacado de su jaula y
arrastrado por el complejo de túneles hasta la caverna central, donde decenas
de sectarios, hombres y mujeres, de todas las razas imaginables, vestían
ropajes negros y esperaban ansiosos al sacrificio. En el centro la caverna, un
obsceno altar junto a un inmenso fuego esperaba a su tranquila víctima.
Caminaba con la cabeza erguida, lanzando miradas a uno y otro lado sólo para
reconocer los rostros de sus torturadores, de sus compañeros de celda y sus
antiguos amigos. Pero no temía, puesto que sabía que, sin lugar a dudas, los Dioses proveerían. Al fin y al cabo,
le querían vivo.
Su cuerpo fue depositado en el altar y los cánticos a su
alrededor comenzaron. El joven, al que le habían arrebatado todo y por tanto,
era nada, cerró los ojos y esperó al
momento adecuado. No podía morir allí, sacrificado como una bestia cualquiera.
Sus sueños tenían que significar algo. Entonces volvió a sentir ese fuego en su interior, un calor que
recorría sus entrañas y le confortaba. Se dejó llevar por la cadencia de los
cánticos a su alrededor y las palabras del líder de la secta que clamaba por el
favor de su reina. Pero Nada distinguió otros sonidos, gritos y bramidos que se
hacían cada vez más y más fuertes. Entonces, la puerta de la cámara se abrió
violentamente, y tras ella, entraron decenas de guerreros. Vestían armaduras
completas, de acero pulido como espejos, y las hojas de sus espadas estaban
serradas como los dientes de un animal salvaje. Entraron en tropel y empezaron
a acuchillar y despedazar salvajemente a los sectarios, sembrando el caos y el
desconcierto.
Nada no perdió el tiempo. De un fuerte tirón se liberó de
sus ataduras y tomó por sorpresa el cuello del líder sectario con ambas manos.
Sus dedos, como garras de acero, no aflojaron. Sus brazos, firmes como rocas,
empujaron hacia el suelo con fuerza. Apretó y apretó, y notó cómo lentamente la
vida se escapaba de su cuerpo a medida que los manotazos perdían intensidad y
su rostro se amorataba poco a poco. No notó que yacía muerto en sus manos hasta
que no escuchó el sonido de su cuello al crujir como una ramita seca. El joven
se quedó allí, sobre sus rodillas, mirando el cuerpo sin vida del primer hombre
que había asesinado. Hacía un minuto era una criatura con aspiraciones, con
sueños y anhelos. Y ahora sólo era un cascarón vacío. Como lo había sido él,
antes de que le dieran una motivación, un camino a seguir. Los Dioses proveen.
Gladiador en las
Arenas de Glitterhaegen
Aprovechando el ataque, huyó. Nunca supo quiénes eran esos
guerreros blindados, sólo necesitaba saber que, al igual que él mismo, eran
instrumentos de los Dioses Oscuros. Vagó por la espesura, sobreviviendo a duras
penas a base de plantas silvestres y animales que atrapaba usando su astucia y
ferocidad. Durante ese tiempo se preguntó varias veces de dónde había sacado
ese nombre: Dioses Oscuros. Nadie le había hablado de ellos, y ni siquiera
sabía si realmente eran dioses o algún otro tipo de fuerza mágica. Pero el fuego de su interior bullía con fuerza
cuando pensaba en ellos, por lo que no necesitaba saber más. Al igual que los
sacerdotes tenían su fe, él tenía esa certeza de que sus dioses existían y
habían intercedido para salvarle.
Terminó en la llamada Ciudad de Oro, donde todo tenía un
precio. Allí había mercados tan grandes que se perdían en el horizonte, pero
nadie quería darle un trabajo ni limosna. Allí el dinero era más preciado que
las vidas, y pronto se vio obligado a robar para sobrevivir. Sin embargo, Nada
no era suficientemente habilidoso para ello. Había pasado meses encerrado, se
había vuelto duro y fuerte, pero no era rápido ni sus movimientos ágiles. No
obstante, tuvo la suerte de que no fuese la guardia local quien lo detuviera,
sino un esclavista que vio en él una oportunidad única de hacer dinero.
Nada terminó dando con sus huesos en las arenas de
gladiadores, luchando por su vida contra bestias salvajes y otros como él,
pobres desgraciados con deudas que saldar y sólo una forma de hacerlo. Sus
primeros combates fueron fáciles: él ya sabía lo que era arrebatar una vida, y
tenía la motivación de la que otros carecían. A cambio, sus condiciones de vida
mejoraron: era bien alimentado, podía dormir en un cómodo jergón e incluso le
permitían yacer con alguna mujer de vez en cuando. Cada vida que arrebataba le
llevaba a duelos más cruentos, en los que la sangre terminaba cubriendo su
cuerpo por completo, hasta que finalmente su deuda fue saldada con creces.
Su antiguo dueño estuvo más que tentado de forzar su estancia,
pero ¿cómo arriesgarse a mantener enjaulado contra su voluntad a un hombre como
aquel? Siempre tendrás la puerta abierta,
le dijo, y se despidieron. Pero ambos sabían que no volvería. Porque Nada ahora
tenía un propósito en su vida, y lo mejor, tenía los medios para conseguirlo.