martes, 21 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Lágrimas en una Noche de Octubre

Lágrimas en una Noche de Octubre

Las maletas llevaban preparadas una semana, quizás para asegurarse de que nada impidiera a Salvador coger ese autobús. El billete comprado. Un billete sólo de ida. Su madre ya había incluso empezado a mirar revistas de decoración para saber qué haría con su habitación, sin preguntarse siquiera cómo podría afectar al muchacho ver lo fácil que a ella le resultaba deshacerse de todo lo que recordaba a Salvador.

El verano había sido un infierno. Era el verano del despertar de las habilidades únicas del joven. De las pesadillas. De las lágrimas de su madre mientras seguía mirando a la puerta esperando a que él regresara. De las copas a las 10 de la mañana. De los reproches. De las comidas preparadas en el microondas. De repasar una y mil veces la web pública de la Fundación Costa. De despertarse en mitad de la noche con los gritos de su madre navegando en los vapores de la ginebra recordándole por qué no eran una familia feliz. De los incómodos mensajes de móvil explicando que ya no regresaría al instituto en Septiembre, que algo había pasado, que todo había cambiado.

Pero sobre todo, había sido el verano en el que la hizo llorar por primera vez. No a su madre, sino a ella. A Samantha. La joven que despertó en Salvador sus primeros sentimientos románticos, convirtiéndose en su musa secreta. La joven que le había ayudado a tener amigos en el instituto, a no sentarse a solas durante los recreos, a recorrer las empedradas calles de Toledo cantando a la luna trilladas canciones de Platero y Tú. Era una parte tan importante de su vida, que cuando le dijeron cuál sería su nuevo destino, en lo único que pensó era que no la volvería a ver. Amor, amistad, devoción, entrega. No sabía bien qué era lo que sentía por ella, pero sí tenía claro que no quería perderla. Y así se lo dijo.

Era principios de Septiembre y aún hacía calor. Sentados en las gradas de la pista de atletismo de la Escuela de Gimnasia, Salvador no encontraba el momento de soltar la bomba. Ella le conocía, por supuesto. Le conocía mejor que él mismo, así que sólo tuvo que mirarle a los ojos con su enigmática sonrisa y las palabras brotaron de sus labios sin que él pudiera controlarlas. Me voy, le dijo. Me voy y no creo que pueda volver nunca. Ella le miró, quizás esperando que él siguiera hablando, explicando el motivo de aquella noticia. Esperando que le dijera que se marcharía fuera a estudiar una carrera. Esperando que le dijera que seguirían viéndose los fines de semana. Esperando palabras que nunca salieron de sus labios. Le explicó lo que había pasado en casa de sus abuelos. Le enseñó lo que sabía hacer, lo que sentía en el asfalto, en el cemento, el ladrillo y el plástico. Le explicó que su madre había entrado en una espiral de autodestrucción por la marcha del cabeza de familia. Le explicó que debía ir a la Fundación a aprender sobre sus habilidades y sobre sí mismo. Pero que se quedaría allí. Le explicó que no tendría un hogar al que regresar.

La sonrisa inicial de Samantha se fue desdibujando lentamente a medida que Salvador destruía todo con cada palabra. Y pronto sus ojos se llenaron de lágrimas. Hasta entonces él no lo había aprendido, pero ella era muy discreta para llorar. No se estremeció desencajada como una actriz de telenovela o se abrazó a él buscando consuelo. Sólo se quedó ahí, mirándole imperturbable mientras las lágrimas desbordaban y caían por sus mejillas, escuchando cómo Salvador le dejaba claro que en pocas semanas saldría de su vida, quizás para siempre. Y ella hizo lo que debía hacer, dedicarle la más cándida de sus sonrisas mientras aún manchaba su camiseta de lágrimas, dándole la enhorabuena, asegurando que él sí que tendría una vida feliz ahora que podía salir de aquel pueblo grande. Pero Salvador sabía que algo se había roto en su pecho. Samantha habría podido tener los amigos que quisiera, el chico que quisiera, pero había preferido tener a aquel chico tímido como mejor amigo, y ahora ese chico la abandonaba. No porque quisiera, pero la abandonaba. Y eso le hizo sentirse peor que saber que no la volvería a ver. El móvil sonó y ella se despidió con un abrazo, obligándole a prometer que quedarían antes de que se marchara. Haciéndole prometer que irían a ver aquella película al cine y a probar esa hamburguesa nueva. Haciéndole prometer un último paseo por las murallas bajo la luz de las estrellas.

Los días pasaron y se transformaron en semanas, y Salvador no encontraba el valor para volver a ver sus ojos. No hubo película, ni hamburguesa, ni paseo por las murallas. No hubo llamadas, y el teléfono de Salvador acumulaba decenas de mensajes sin leer. Un teléfono que ya apestaba a tristeza y soledad, y que provocaba náuseas al muchacho con sólo tenerlo en sus manos. Sentado en su cama, con las maletas en un rincón y el billete junto a la puerta, Salvador pasó su último día viendo cómo el sol se hundía en el horizonte manchego. Sin fiestas de despedida. Sin abrazos. Sólo una frase lapidaria de su madre asegurando que saber que mañana estaría lejos de allí será lo mejor que le ha pasado nunca. Una despedida acorde a un verano para olvidar.

Los grillos trinaban cuando Salvador salió del portal de su casa aquella noche. No podía dormir, pero aunque hubiera estado muerto de sueño, le habría resultado imposible hacerlo. En su mente sólo estaba la sonrisa bañada en lágrimas de Samantha. Y sabía que debía cambiar esa imagen antes de marcharse. Las calles estaban llenas de silencio, roto esporádicamente por las risas cómplices de parejas abrazadas y los coches que alumbraban la figura de un Salvador que recorría el camino hasta su casa por centésima vez. Ella vivía con sus padres en una antigua casa restaurada de gruesos muros y ventanas estrechas con una vista espectacular de la Escuela de Infantería. Tan parecida a un castillo que la imagen de una princesa atrapada en su torreón asomó en la mente de Salvador cuando la vio sentada en el alféizar mirando a la luna de Otoño. Has tardado, dijo ella, cuando salió por la puerta con su pijama de verano. Sabía que tardarías en venir pero has esperado hasta el último momento. Sabía que vendrías a buscarme y te has asegurado de exprimir hasta el último minuto antes de hacerlo. No es de caballeros hacer esperar tanto a una chica, le dijo, cruzándose de brazos con mal fingida molestia.

Lo siento, dijo él finalmente. Siento haber tardado tanto. Siento haber destruido lo que había entre nosotros. Siento haberme convertido en un monstruo. Sus palabras fueron interrumpidas por un abrazo sincero, uno que borró toda pena de su alma, uno que le hizo estremecer. Quizás el primer abrazo de verdad de toda su vida. No eres un monstruo. Eres mi amigo, mi mejor amigo. Y luego se quedó ahí, a poca distancia de su rostro, mirando a sus ojos azules iluminados por la luna, con una sonrisa triste que le pedía que no se fuera. Y él se perdió en los suyos, ignorando el calor y el cansancio, disfrutando del sonido de su respiración, del tacto de sus brazos alrededor de su cuello, del olor de su champú perfumando la noche. Y finalmente, ella se separó, limpiando con la manga sus lágrimas pero dedicándole la mejor de sus sonrisas para que él nunca la olvidara. Una sonrisa que se grabaría a fuego en su memoria y que plasmaría una y mil veces en barro y en papel. Una sonrisa que le recordaría que, al menos durante unos minutos, aquella noche de Octubre, no había Fundación, no había poderes, no había instituto ni despedida.

Aquella noche de Octubre sólo estaban ellos.

lunes, 20 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Aquella vez la sesión fue trasladada a la playa. Aún hacía buen tiempo, y no se habían instalado las molestas corrientes de aire que causaban pequeños remolinos de arena. Ignacio había elegido aquel lugar porque Salvador no podría percibir apenas impresiones y además a él le permitía tener visibilidad de quién llegaba. Lo último que ambos necesitaban era rumores acerca de un alumno y un miembro del profesorado teniendo un encuentro secreto.

El muchacho fue puntual, como la primera vez. Pese a que hacía calor, llevaba una chaqueta de chándal y unos vaqueros, en contraste con la camiseta de manga corta que usaba el psicólogo. Éste había llevado únicamente una libreta y la carpeta de Salvador, además de una pequeña nevera portátil con algo de beber para matar la sed.

- Te agradezco la puntualidad. Los chicos de tu edad suelen ser bastante descuidados con estas cosas, pero tú has llegado justo a la hora – dijo, señalando su reloj de pulsera - ¿Te resulta más cómodo este sitio?

La habitual tensa posición corporal de Salvador se había suavizado, e Ignacio descubrió que venía inspirando profundamente, inhalando el aroma a agua de mar. Siendo del sur, él estaba acostumbrado a ese tipo de olores, y a menudo se olvidaba de lo que tenía que significar para un chico como él poder pasear por la playa, jugar con la arena o respirar el aroma del mar a diario.

- Sí, muchas gracias – respondió, con una forzada sonrisa, para luego sentarse en la tradicional manta de cuadros ante el gesto de Ignacio - ¿Seguro que esto está bien? ¿No le llamará la atención la Jefa de Estudios por venir con un alumno a la playa?

Era evidente que el muchacho se sentía algo incómodo por la situación, lo que no iba a ayudarle en absoluto a traspasar la coraza emocional que se había forjado desde que había llegado. Sin embargo, Ignacio comprendía su reticencia: la playa era uno de los pocos sitios no vigilados por Jeffrey, y era lo suficientemente adulto para saber de lo que eran capaces algunos adultos cuyas inclinaciones sexuales eran poco habituales.

- No te preocupes, cada una de mis sesiones está adecuadamente registradas por Jeffrey y tanto la Jefa de Estudios como el Director saben que hoy íbamos a estar aquí. Ten por seguro que si hubiera algún problema, no me habrían dejado montar todo esto – dijo, conciliador. Sabía que asegurar que Pánico estaba al tanto de todo aquello le iba a permitir tranquilizar a Salvador – Así que empecemos, si te parece bien.

"Lo que me interesaría saber, sobre todo, es el por qué de tu actitud. Entiendo que estás pasando por una época difícil. La adolescencia es brutal para cualquier chico, y además tú tienes unas habilidades únicas, lo que lo hace todo mucho más difícil. Pero me juego el pellejo a que esto viene de antes. Dime, ¿cómo fue descubrir lo que… bueno, que eres un escultor?"

El muchacho suspiró. Era algo que seguramente había repasado una y mil veces, quizás planteándose la posibilidad de que fuera algo pasajero y que podía regresar a su vida anterior. Cuando Ignacio le preguntó, dejó la mirada fija en el horizonte, justo donde el mar abrazaba al cielo con dedos de espuma.

- Cuando éramos pequeños – dijo, al fin – jugábamos a ser superhéroes. Daba igual de dónde fueran, porque todos teníamos nuestros favoritos. A mí me gustaban los de aquí, quizás por eso mismo, por ser españoles. Mi madre es funcionaria, así que he mamado desde pequeño lo que significa trabajar para el Estado. Me encantaba encarnar a Ladrillo, a Látigo, incluso al Alquimista, y hacer ruidos con la boca mientras jugaba en el Parque de las Tres Culturas con mis amigos. No nos planteábamos que algo así nos pudiera pasar a nosotros. No hasta que poco antes de cumplir doce años, mi amigo Fernando dejó de venir al colegio de repente. Al principio pensábamos que estaba enfermo. Luego, que lo habían trasladado de colegio. La verdad era que lo habían trasladado, sí, pero a una institución del Gobierno que formaba… bueno, como la Fundación, pero pública, usted ya me entiende.

Ignacio asintió. Una de las ventajas de trabajar en la Fundación era que disponía de acceso a según qué información que afectara a niños especiales como Salvador. El sitio en cuestión era la División M, una institución relativamente secreta que reclutaba a jóvenes que pueden resultar un peligro para la seguridad nacional, educándoles para aprender a controlar sus habilidades y, según las malas lenguas, convertirlos en agentes al servicio del Gobierno. Ignacio rechazaba ese tipo de prácticas. Esos jóvenes necesitaban ser educados y permitirles elegir su propio destino. Convertirles en armas era un grave error.

- Entonces fue cuando nos dimos cuentas que ese mundo no nos quedaba tan lejos. Que quizás un día nos despertaríamos y veríamos que éramos… bueno, especiales. Yo ya había aprendido en el instituto que las anomalías genéticas se transmitían de padres a hijos, y bueno, nadie de mi familia tiene poderes, somos bastante aburridos. Así que no tenía miedo de que a mí me pasara algo así. Era… feliz.

Salvador narraba su historia como si en realidad no fuera suya. Como si fuera el invisible titiritero que manejara los personajes tras el telón, observando cómo el público se deleita con sus desventuras. Sin embargo, esa forma de evadirse le estaba permitiendo exprimir su historia con ganas, contando cada pequeño detalle, permitiendo a Ignacio conocerle íntimamente.

- Fue hace dos años, en el verano, cuando tenía trece años. Mi padre se había vuelto a ir a uno de sus viajes de negocios, y mi madre aprovechó para que nos fuéramos al pueblo de mis abuelos unos días. Allí apenas tenía amigos, pero me hacía sentir bien, ¿sabes? Por aquel entonces no sabía por qué era, pero ya empezaba a percibir las impresiones de las cosas. Cuando íbamos al pueblo, allí había campo, bosque, montaña… no me dolía la cabeza, no tenía náuseas… Una noche, después de comerme un helado, me acosté con fiebre. Mi madre no le dio mayor importancia, pero mi abuela me puso unas compresas frías en la frente y me canturreó hasta que me quedé dormido. Tuve unas pesadillas horribles, en las que soñaba que me hundía en arenas movedizas, o que intentaba escapar de unos monstruos y la tierra me tragaba. Lo malo era que en realidad no estaba soñando. Cuando escuché los gritos de mi madre y mi abuela, me desperté y vi que toda la habitación estaba fundida, como si estuviera hecha de cera. Sólo se salvó el somier, que era de madera, de los antiguos. Tuvieron que llamar a los bomberos para sacarme de allí, mientras no dejaba de llorar. Mi madre también lloraba. Y mis abuelos me miraban como si no me reconocieran. Fue horrible.

Una lágrima se escapó y recorrió la mejilla, abriéndose camino por su mentón hasta caer en la arena. Sin embargo, Salvador no había cambiado la expresión. Era evidente que el recuerdo era muy doloroso, pero el joven había aprendido a dominar sus emociones hasta tal punto que podía estar sufriendo lo indecible por dentro y no manifestarlo. Ignacio le entregó un pañuelo y propinó un suave apretón en su hombro para confortarle.

- ¿Fue entonces cuando se enfrió la relación con tu madre? – preguntó finalmente. Había sido la madre quien había solicitado la estancia permanente de Salvador en la Fundación Costa, y dudaba que lo hubiera hecho si amara a su hijo.

- No, qué va. Mi madre me quería mucho. Incluso después de lo del primer día, me seguía tratando de la misma forma. Me compró incluso un ordenador portátil para que me entretuviera durante aquellos días en casa de mis abuelos. No sé, era como si quisiera compensarme con algo. Eso me hizo sentir bien. Era… bueno, soy un maldito mutante pero mi madre me sigue queriendo, ¿sabes? Allí apenas había cobertura, así que me padre no se enteró de lo que había pasado hasta que no llegó… y  bueno, entró en shock. Cuando mi madre le contó lo que pasó, al principio no se lo creía, luego me miró a los ojos, quizás buscando algo ahí dentro, y salió de casa dando un portazo. Regresó a las pocas horas, ya de madrugada, y les oí discutir. A la mañana siguiente su coche ya no estaba, y mi madre me dijo que se había ido. Que era mi culpa. Me culpaba de todo. De que mi padre se hubiera marchado, de su discusión… Me decía que iba a ser imposible seguir con su estilo de vida sin el sueldo de mi padre, y que tendría yo que ponerme a trabajar. Luego se enteró de la Fundación y la beca… y bueno, el resto es historia. Fue como… - nuevas lágrimas salieron buscando la libertad – como si pese a que apenas le veía, mi padre fuera todo su mundo. Me juego el cuello a que cuando subí al autobús cogió el coche y se fue a buscarlo.

- Tuvo que ser duro – dijo. Era lo poco que podía decir. La crudeza de su historia era tal, que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas – Pero, ¿te has parado a pensar que quizás no fue por tu culpa? ¿Qué quizás la relación de tus padres estaba ya deteriorada, y que esa discusión fue la gota que colmó el vaso? ¿Qué tu madre pagó contigo su frustración, y que ahora se siente tan culpable que prefiere no afrontar una conversación con su hijo, y lo encierra en este sitio para no verlo nunca más?

Salvador alzó la mirada, clavando en el psicólogo sus tristes ojos azules.

- Y dime, Ignacio. ¿Crees que eso me hace sentir mejor?

sábado, 18 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 1 - Toma de Contacto

Estoy inmerso en una partida en la que encarnamos a jóvenes españoles con habilidades especiales que han sido admitidos en una Fundación para educarles y ayudarles a comprender lo que les pasa. Un estilo a la Academia Xavier, pero en España. He decidido interpretar a Salvador, un joven toledano tímido y con graves problemas de autoestima y un poder muy particular. El director, además, nos propuso narrar entrevistas con el psicólogo del colegio y otras vivencias personales de forma que juntos, jugador y director, comprendamos más íntimamente a nuestros personajes. 


Sesión 1 - Toma de Contacto 

 Los nudillos apenas si rozaron la puerta, como si temieran destrozarla con una fuerza sobrehumana. Sin embargo, Ignacio sabía de sobra que la persona al otro lado no disponía de tales habilidades. Al menos, que la Fundación y él mismo supieran.

- Adelante, Salvador - dijo, cordial a la par que educado. Había tomado por costumbre tratar primero a los alumnos con formalidad, y poco a poco ir convirtiendo su relación en una amistad, de forma que aquellos jóvenes fueran conscientes del cambio de actitud en el psicólogo y lo asumieran como un logro personal. Era una pequeña trampa que hasta ahora le había dado muy buenos resultados.

Salvador Salazar, mutante genético, natural de Toledo. Según las investigaciones de la Fundación, la línea genética con alteraciones en el ADN no venía de la madre, así que debía ser del padre, sin embargo éste se encontraba en paradero desconocido. Además, la sola mención de su nombre completo en alguna de las bases de datos dio como resultado un formidable muro burocrático que en la Dirección consideraron tratar con suma cautela. Si el Gobierno se tomaba tantas molestias en esconder a alguien, era porque no quería que fuera encontrado. ¿Qué clase de hombre sería?

 - Espero no molestar - dijo el muchacho, recordándole con su tímida voz que estaba allí por algo. Ignacio tenía en la agenda una sesión preliminar de toma de contacto con todos los nuevos alumnos, y Salvador no era una excepción. Sin embargo, se había mostrado reacio, como si temiera quedarse a solas con el psicólogo, o quizás considerando que no tenía nada que revelar. Apostó su almuerzo de aquella mañana a que era lo segundo.

- En absoluto, siéntate por favor. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un refresco? ¿Algo de picar? - suave, con delicadeza, como si te acercaras a un cachorro abandonado en mitad de la calle - Dime, Salvador, ¿qué tal están resultando tus primeros días en la Fundación? ¿Te ha costado acostumbrarte?

No miraba a los ojos. El muchacho tenía un grave problema de seguridad, fruto probablemente de un maltrato psicológico continuado en su hogar. Quizás también físico, por lo que apreciaba en su cuerpo delgado y pálido, así como por las ojeras que demacraban su rostro.

- Está... bien. Los profesores... esto... - dijo, tras rechazar con un amable gesto mi ofrecimiento - Cuesta hacerse a la idea de que un alienígena te enseñe matemáticas. Quiero decir... veo las noticias, sé lo que pasa en los Estados Unidos, pero... bueno, esto es España. Aquí casi nunca pasa nada. En casa yo era el raro... y aquí...

Una mirada rápida, quizás para saber si Ignacio le estaba mirando a los ojos, y ambos se cruzaron. Salvador tenía unos fríos ojos azul hielo, cargados de tristeza. ¿Qué le había pasado para ser así? No era el habitual sentimiento de rechazo y abandono que tenían muchos de los recién llegados: adolescentes sobrehormonados, cargados con una herencia genética que los hacía únicos, lejos de su familia y amigos. Eso se curaba con tiempo. Pero Salvador... requería algo más. Reconocimiento.

- Te entiendo. ¿Qué me vas a decir a mí? Soy de los pocos humanos en la Fundación, aquí, personas como el Director Sacristán y yo somos los raros - ganarse su confianza, mostrarle que hay otras historias aparte de la suya, distraer su atención del verdadero problema. Ignacio miró sus apuntes - Pero seguro que no has tenido problemas para hacer amigos. ¿Qué tal con tus compañeros de habitación... Héctor y Yapci? ¿Son majos? 

Nuevamente Salvador agachó la cabeza. Sentimiento de culpa, algo de lo que Ignacio había dicho le había provocado malestar. ¿El Director? ¿Hacer amigos? Volvió a consultar sus apuntes, y entonces cayó en la cuenta de una nota resaltada en un amarillo brillante. - Apenas has pasado por allí, ¿verdad? - dijo, con una sonrisa - Es por ese efecto secundario de tu poder, por las, ¿cómo las llamas?

- Impresiones - respondió, mirando a la pared, como si pudiera leer un siglo de historias allí grabadas - Residuos psíquicos de emociones intensas que se adhieren a las paredes, al suelo, al mobiliario... Las siento como propias. Por eso apenas paso por mi habitación. He visto a Yapci... o a Héctor, no sé quién es quién, apenas dos veces. Incluso ahora siento náuseas...

Interesante planteamiento. En la circular interna del departamento había un comentario del personal de mantenimiento de que habían visto a uno de los alumnos nuevos rondar por el bosque de noche, pero pensaban que eran chiquilladas. Así que era eso. Salvador prefería los lugares vivos para evitar sentir esas impresiones.

- Entonces hemos empezado con mal pie. Hagamos una cosa, la próxima sesión la haremos en la playa, ¿te parece bien? - le dijo, extendiendo la mano para estrechársela - Quiero que te sientas lo más cómodo posible.