lunes, 20 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Aquella vez la sesión fue trasladada a la playa. Aún hacía buen tiempo, y no se habían instalado las molestas corrientes de aire que causaban pequeños remolinos de arena. Ignacio había elegido aquel lugar porque Salvador no podría percibir apenas impresiones y además a él le permitía tener visibilidad de quién llegaba. Lo último que ambos necesitaban era rumores acerca de un alumno y un miembro del profesorado teniendo un encuentro secreto.

El muchacho fue puntual, como la primera vez. Pese a que hacía calor, llevaba una chaqueta de chándal y unos vaqueros, en contraste con la camiseta de manga corta que usaba el psicólogo. Éste había llevado únicamente una libreta y la carpeta de Salvador, además de una pequeña nevera portátil con algo de beber para matar la sed.

- Te agradezco la puntualidad. Los chicos de tu edad suelen ser bastante descuidados con estas cosas, pero tú has llegado justo a la hora – dijo, señalando su reloj de pulsera - ¿Te resulta más cómodo este sitio?

La habitual tensa posición corporal de Salvador se había suavizado, e Ignacio descubrió que venía inspirando profundamente, inhalando el aroma a agua de mar. Siendo del sur, él estaba acostumbrado a ese tipo de olores, y a menudo se olvidaba de lo que tenía que significar para un chico como él poder pasear por la playa, jugar con la arena o respirar el aroma del mar a diario.

- Sí, muchas gracias – respondió, con una forzada sonrisa, para luego sentarse en la tradicional manta de cuadros ante el gesto de Ignacio - ¿Seguro que esto está bien? ¿No le llamará la atención la Jefa de Estudios por venir con un alumno a la playa?

Era evidente que el muchacho se sentía algo incómodo por la situación, lo que no iba a ayudarle en absoluto a traspasar la coraza emocional que se había forjado desde que había llegado. Sin embargo, Ignacio comprendía su reticencia: la playa era uno de los pocos sitios no vigilados por Jeffrey, y era lo suficientemente adulto para saber de lo que eran capaces algunos adultos cuyas inclinaciones sexuales eran poco habituales.

- No te preocupes, cada una de mis sesiones está adecuadamente registradas por Jeffrey y tanto la Jefa de Estudios como el Director saben que hoy íbamos a estar aquí. Ten por seguro que si hubiera algún problema, no me habrían dejado montar todo esto – dijo, conciliador. Sabía que asegurar que Pánico estaba al tanto de todo aquello le iba a permitir tranquilizar a Salvador – Así que empecemos, si te parece bien.

"Lo que me interesaría saber, sobre todo, es el por qué de tu actitud. Entiendo que estás pasando por una época difícil. La adolescencia es brutal para cualquier chico, y además tú tienes unas habilidades únicas, lo que lo hace todo mucho más difícil. Pero me juego el pellejo a que esto viene de antes. Dime, ¿cómo fue descubrir lo que… bueno, que eres un escultor?"

El muchacho suspiró. Era algo que seguramente había repasado una y mil veces, quizás planteándose la posibilidad de que fuera algo pasajero y que podía regresar a su vida anterior. Cuando Ignacio le preguntó, dejó la mirada fija en el horizonte, justo donde el mar abrazaba al cielo con dedos de espuma.

- Cuando éramos pequeños – dijo, al fin – jugábamos a ser superhéroes. Daba igual de dónde fueran, porque todos teníamos nuestros favoritos. A mí me gustaban los de aquí, quizás por eso mismo, por ser españoles. Mi madre es funcionaria, así que he mamado desde pequeño lo que significa trabajar para el Estado. Me encantaba encarnar a Ladrillo, a Látigo, incluso al Alquimista, y hacer ruidos con la boca mientras jugaba en el Parque de las Tres Culturas con mis amigos. No nos planteábamos que algo así nos pudiera pasar a nosotros. No hasta que poco antes de cumplir doce años, mi amigo Fernando dejó de venir al colegio de repente. Al principio pensábamos que estaba enfermo. Luego, que lo habían trasladado de colegio. La verdad era que lo habían trasladado, sí, pero a una institución del Gobierno que formaba… bueno, como la Fundación, pero pública, usted ya me entiende.

Ignacio asintió. Una de las ventajas de trabajar en la Fundación era que disponía de acceso a según qué información que afectara a niños especiales como Salvador. El sitio en cuestión era la División M, una institución relativamente secreta que reclutaba a jóvenes que pueden resultar un peligro para la seguridad nacional, educándoles para aprender a controlar sus habilidades y, según las malas lenguas, convertirlos en agentes al servicio del Gobierno. Ignacio rechazaba ese tipo de prácticas. Esos jóvenes necesitaban ser educados y permitirles elegir su propio destino. Convertirles en armas era un grave error.

- Entonces fue cuando nos dimos cuentas que ese mundo no nos quedaba tan lejos. Que quizás un día nos despertaríamos y veríamos que éramos… bueno, especiales. Yo ya había aprendido en el instituto que las anomalías genéticas se transmitían de padres a hijos, y bueno, nadie de mi familia tiene poderes, somos bastante aburridos. Así que no tenía miedo de que a mí me pasara algo así. Era… feliz.

Salvador narraba su historia como si en realidad no fuera suya. Como si fuera el invisible titiritero que manejara los personajes tras el telón, observando cómo el público se deleita con sus desventuras. Sin embargo, esa forma de evadirse le estaba permitiendo exprimir su historia con ganas, contando cada pequeño detalle, permitiendo a Ignacio conocerle íntimamente.

- Fue hace dos años, en el verano, cuando tenía trece años. Mi padre se había vuelto a ir a uno de sus viajes de negocios, y mi madre aprovechó para que nos fuéramos al pueblo de mis abuelos unos días. Allí apenas tenía amigos, pero me hacía sentir bien, ¿sabes? Por aquel entonces no sabía por qué era, pero ya empezaba a percibir las impresiones de las cosas. Cuando íbamos al pueblo, allí había campo, bosque, montaña… no me dolía la cabeza, no tenía náuseas… Una noche, después de comerme un helado, me acosté con fiebre. Mi madre no le dio mayor importancia, pero mi abuela me puso unas compresas frías en la frente y me canturreó hasta que me quedé dormido. Tuve unas pesadillas horribles, en las que soñaba que me hundía en arenas movedizas, o que intentaba escapar de unos monstruos y la tierra me tragaba. Lo malo era que en realidad no estaba soñando. Cuando escuché los gritos de mi madre y mi abuela, me desperté y vi que toda la habitación estaba fundida, como si estuviera hecha de cera. Sólo se salvó el somier, que era de madera, de los antiguos. Tuvieron que llamar a los bomberos para sacarme de allí, mientras no dejaba de llorar. Mi madre también lloraba. Y mis abuelos me miraban como si no me reconocieran. Fue horrible.

Una lágrima se escapó y recorrió la mejilla, abriéndose camino por su mentón hasta caer en la arena. Sin embargo, Salvador no había cambiado la expresión. Era evidente que el recuerdo era muy doloroso, pero el joven había aprendido a dominar sus emociones hasta tal punto que podía estar sufriendo lo indecible por dentro y no manifestarlo. Ignacio le entregó un pañuelo y propinó un suave apretón en su hombro para confortarle.

- ¿Fue entonces cuando se enfrió la relación con tu madre? – preguntó finalmente. Había sido la madre quien había solicitado la estancia permanente de Salvador en la Fundación Costa, y dudaba que lo hubiera hecho si amara a su hijo.

- No, qué va. Mi madre me quería mucho. Incluso después de lo del primer día, me seguía tratando de la misma forma. Me compró incluso un ordenador portátil para que me entretuviera durante aquellos días en casa de mis abuelos. No sé, era como si quisiera compensarme con algo. Eso me hizo sentir bien. Era… bueno, soy un maldito mutante pero mi madre me sigue queriendo, ¿sabes? Allí apenas había cobertura, así que me padre no se enteró de lo que había pasado hasta que no llegó… y  bueno, entró en shock. Cuando mi madre le contó lo que pasó, al principio no se lo creía, luego me miró a los ojos, quizás buscando algo ahí dentro, y salió de casa dando un portazo. Regresó a las pocas horas, ya de madrugada, y les oí discutir. A la mañana siguiente su coche ya no estaba, y mi madre me dijo que se había ido. Que era mi culpa. Me culpaba de todo. De que mi padre se hubiera marchado, de su discusión… Me decía que iba a ser imposible seguir con su estilo de vida sin el sueldo de mi padre, y que tendría yo que ponerme a trabajar. Luego se enteró de la Fundación y la beca… y bueno, el resto es historia. Fue como… - nuevas lágrimas salieron buscando la libertad – como si pese a que apenas le veía, mi padre fuera todo su mundo. Me juego el cuello a que cuando subí al autobús cogió el coche y se fue a buscarlo.

- Tuvo que ser duro – dijo. Era lo poco que podía decir. La crudeza de su historia era tal, que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas – Pero, ¿te has parado a pensar que quizás no fue por tu culpa? ¿Qué quizás la relación de tus padres estaba ya deteriorada, y que esa discusión fue la gota que colmó el vaso? ¿Qué tu madre pagó contigo su frustración, y que ahora se siente tan culpable que prefiere no afrontar una conversación con su hijo, y lo encierra en este sitio para no verlo nunca más?

Salvador alzó la mirada, clavando en el psicólogo sus tristes ojos azules.

- Y dime, Ignacio. ¿Crees que eso me hace sentir mejor?

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