jueves, 3 de noviembre de 2011

Aullidos - Capítulo 8

Tras la jornada laboral, Rashad regresaba a lo que sus compañeros de trabajo llamaban “su casa”. Teniendo en cuenta que la mayoría del tiempo libre del lupino lo pasaba en compañía de la manada, aquella vivienda de un dormitorio era más un almacén que otra cosa. El polvo se acumulaba en grandes cantidades, lo que hacía que Rashad tuviera que contratar a alguien para que le diera un buen repaso cada par de meses, y tanto el frigorífico como la despensa estaban vacíos. Tan sólo el armario estaba ocupado por su ropa, y la cama hacía meses que seguía sin deshacer.

Agotado mentalmente del turno laboral, el licántropo se dejó caer en el sofá de cuero, que chirrió bajo su peso. Como no tenía televisión, se quedó mirando al techo, mientras reorganizaba sus ideas. No dejaban de repetirse en su cabeza las últimas palabras que había dicho Roben la última noche. ¿Por qué los vampiros se estaban volviendo tan violentos? ¿Acaso no comprendían que ese tipo de ataques podrían terminar rompiendo la tregua que había entre ellos? ¿Las demás manadas estaban sufriendo también esos ataques tan frecuentes? Y lo peor y más importante de todo, ¿sabían los cabezas de familia lo que estaba pasando?

Miró de soslayo el contestador automático y comprobó que había dos mensajes esperando ser escuchados. Casi nunca les prestaba atención, ya que las comunicaciones que realmente le importaban se las hacían llegar a través de un miembro de la manada. Pero por aburrimiento, o por simple curiosidad, apretó el botón que liberaba la memoria y escuchó la grabación.

En cuanto escuchó una voz femenina, el tono le resultó familiar. No recordaba el nombre, pero sus sentidos agudizados le permitían distinguir y diferencias el timbre, la entonación y los defectos del habla con más facilidad de la que lo haría un humano. Con un gesto de desprecio, borró el mensaje. A veces tenía encuentros sexuales con chicas del trabajo para mantener la imagen de un hombre normal y corriente y evitar habladurías. Pero prefería mil veces estar rodeado de sus hermanos y hermanas.

Además, seguía sin írsele de la cabeza la joven pelirroja que había visto durante la cacería. Su aroma, que mezclaba melocotón, madera y piedra le fascinaba hasta límites insospechados, y durante el día, en el trabajo, tuvo que refrescarse un par de veces porque no le dejaba concentrarse. Recordaba su piel, su penetrante mirada y su cabello que caía en cascada sobre su hombro. Reprimió un gruñido al notar cómo se había excitado, y se dirigió a darse una ducha para enfriar los ánimos.

Al caer la noche, salió por la ventana de su dormitorio, que daba a un callejón poco transitado, y saltó hacia la calle con elegancia. El aroma de la fauna urbana le inundó las fosas nasales, y sonrió de pura satisfacción. Le apetecía cazar, sentirse vivo.

Con paso rápido se dirigió hacia el territorio de los Colmillos Lunares.