martes, 20 de septiembre de 2011

Comunidad Umbría - Centinela

Volvemos al ataque con las partidas de Rol en Comunidad Umbría. En esta ocasión se trata de la historia de un Superhéroe algo distinto, con unas motivaciones y raíces más intensas de lo que solemos ver en los cómics. Lo que en un principio iban a ser unas pocas páginas, se convirtieron en nueve con mucha facilidad. Bueno, con facilidad y mucha inspiración, claro.

Me avergüenza decir que no sería capaz de recordar el rostro de mis padres si no tuviera un retrato suyo colgado en el salón. Creo que es de poco después de casarse, cuando mi madre estaba de unos pocos meses. Se les ve felices, maldita sea. Luego, vino todo el tema del accidente. Unas horas antes, unos tipos habían atracado el Banco Central, y huían a toda velocidad perseguidos por la policía. El choque fue frontal. El forense dijo que, afortunadamente, no sufrieron porque murieron en el acto. Durante años no entendí lo que significaba con claridad la palabra “afortunadamente”. ¿Cómo podía ser “afortunado” el que mis padres hubieran sido asesinados?

Si no hubiera sido por mi abuelo Joseph habría acabado en alguna casa de acogida. Era un hombre grande y fuerte, de manos velludas y un prominente bigote canoso. Sus ojos azules parecían no encajar en ese rostro moreno curtido por el sol, y su voz rasposa, fruto de fumar tabaco sin filtro durante toda su vida, contrastaba con su comportamiento dulce y amable.

Unas malas fiebres se habían llevado a mi abuela unos años antes, no llegué a conocerla jamás, así que nos quedamos solos Joseph y yo. Me llevaba a la escuela, me hacía la comida y me cuidaba cuando enfermaba, lo que era bastante a menudo. Vivíamos en un pequeño pueblo del medio oeste norteamericano, y los fines de semana, cuando yo no tenía nada que hacer, realizábamos excursiones. Aprendí que siempre debía llevar botas altas por temor a las serpientes, y que las motitas blancas en una seta no eran buena señal. Aprendí que unas nubes oscuras a baja altura eran sinónimo de bochorno y posterior tormenta, y que un animal salvaje saciado no es peligroso. En definitiva, aprendí a no ser un chico desvalido y enfermizo, y a valerme por mí mismo.

A veces, cuando Joseph tenía que ausentarse por diversos motivos, me quedaba en casa de unos vecinos y amigos, Karen y Tom Maslow. Adoraba quedarme con los Maslow. No sólo porque me trataban con cariño y afecto, o porque Karen cocinara las galletas de chocolate más deliciosas que haya probado jamás. No, la razón de que me encantara quedarme allí era por Cinthia. Imaginad un rayo de sol atrapado en el cuerpo de una niñita de diez años, con unos ojos color miel que te derretían con sólo un pestañeo, todo ello embutido en un vestido del color de la hierba recién cortada. Esa era Cinthia.

Pasábamos las tardes de verano jugando juntos en la finca de sus padres, que se dedicaban a la crianza de ganado. Recuerdo con nitidez cómo la miraba embelesado, mientras sus rubios tirabuzones brillaban al sol, correr y tirarse de cabeza al riachuelo que pasaba cerca de su casa. En aquella ocasión no sabía bien lo que era estar enamorado, pero sabía que no quería separarme de ella jamás.

Yo percibía que Cinthia no quería más de mí que una simple amistad, así que eso, añadido a mi timidez que rayaba lo patológico, hizo que acabara la educación secundaria sin haber sabido nunca si los sentimientos entre nosotros iban más allá del simple cariño. En ningún momento se me pasó por la cabeza otra chica, y eso que tenía éxito en el instituto. Mis ojos claros y mi piel morena, añadida a un cuerpo atlético fruto de trabajar con los animales de la granja durante las tardes, llamaba mucho la atención entre mis compañeras. Pero para mí sólo existía Cinthia.

Fue por aquella época cuando Joseph me regaló el anillo. Lamentablemente, mis recuerdos de esos meses son algo turbios, quizás por todos los cambios que mi mente estaba preparándose para sufrir. Él me dijo en una ocasión que fue idea suya. Bloqueó esos recuerdos adrede para que no me obsesionara con la búsqueda. Pero ya hablaré de eso en su debido momento.

Recuerdo que me sorprendió que el anillo me quedara ajustado al dedo, y me fascinaron sus intrincados diseños geométricos. Joseph me contó que era una reliquia familiar que llevaba generaciones pasando de padres a hijos, y ya que mi difunto padre no estaba para hacérmelo llegar, era su deber encargarse de ello. Supongo que eligió ese momento porque sabía que su final estaba cerca: pocos meses después, un cáncer de pulmón se lo llevó de mi lado.

Estaba destrozado. La única familia que me quedaba en el mundo se acababa de ir, y no tenía a nadie. Los Maslow me ofrecieron quedarme con ellos, pero en esas tierras había demasiados recuerdos y yo sólo quería huir. Vendí la granja de mis abuelos por mucho menos dinero de lo que valía y encontré plaza en la Universidad de Tucson. No pude despedirme de Cinthia. Sus padres me explicaron que no había dejado de llorar desde que supo que me marchaba, y que no tenía valor para despedirme. Pobre niña mía. Lo distintas que habrían sido las cosas si me hubiera quedado a su lado.

Los años pasaron, y mis estudios de Biología me ayudaron a olvidar el dolor de mi pasado. Me centré en sacar buenas notas y mantenerme ocupado para no recordar que estaba solo en el mundo. Cada noche, antes de acostarme, acudía a mi mente la imagen de aquella niña de rubios tirabuzones, corriendo por el prado inundando todo con su risa cristalina. Por supuesto hubo otras chicas, pero no fueron mucho más que puras relaciones físicas. A veces incluso me asaltaba la duda de si era incapaz de comprometerme con nadie.

Me licencié de los primeros de mi promoción, lo que añadido a la recomendación de uno de mis tutores, el profesor Stevenson, me facilitó entrar como becario en GelCorps, una empresa farmacéutica especializada en la investigación.

Con veintipocos años, y cubierto de trabajo hasta las cejas, los recuerdos de Cinthia no afloraban ya tan a menudo a mi cabeza. Los nuevos descubrimientos que hacíamos en GelCorps me hacían pensar que el futuro iba a ser maravilloso. Pero siempre planeaba sobre nosotros la sombra de las subvenciones, la competencia desleal y la opinión pública. Cuando entré en plantilla aprendí que realmente sólo los hallazgos que salían rentables eran los prioritarios, dejando las curas para ciertas enfermedades de alto riesgo relegadas a un segundo plano.

Fue entonces, con veintiocho años recién cumplidos y con la satisfacción de haber alcanzado un prometedor puesto en una multinacional farmacéutica, cuando la vi. Había salido con unos amigos para celebrar mi ascenso y se había hecho tarde. Mientras regresaba a casa paseando bajo una leve llovizna, observaba cómo los dueños de los comercios más madrugadores empezaban a levantar los cierres metálicos de sus puertas mientras el sol acariciaba tímidamente a la ciudad con sus rayos. A mi nariz llegaron los olores del jazmín, la rosa y el clavel, y miré distraídamente hacia la floristería de la que provenían aquellas dulces fragancias. Me quedé paralizado al verla. Habían pasado diez años, pero sin duda era ella: sus ojos color miel, su pelo rubio ahora permanecía recogido en una coleta, y su vestido verde se había transformado en unos vaqueros y una sudadera vieja. Pero era ella. Era mi Cinthia.

Antes de dar dos pasos en dirección a ella, con los ojos empapados de la emoción, mi visión se nubló. Lo que en principio yo pensaba que era debido a las lágrimas, pronto se transformó en un dolor intensó en mi mano derecha, que no tardó en extenderse a todo mi cuerpo. Con un gemido, me desmayé en mitad de la calle.

Cuando desperté, o más bien, lo que yo creí que era el mundo real, me encontraba tumbado en un prado verde, el cual me resultaba terriblemente familiar. Efectivamente, era el prado que se extendía frente a la casa de mis abuelos cuando yo era pequeño. No había cambiado nada en absoluto. ¿Qué ocurría? ¿Acaso era un sueño?

- No estás soñando, hijo – dijo una voz a mis espaldas.

Allí estaba Joseph, de pie junto a mí como si el tiempo no hubiera pasado. Estaba tan sorprendido que no sabía qué decir. Percibía su aroma a tabaco en la ropa, podía tocarlo tan fácilmente como podía tocar mis propias prendas, y sin embargo mi mente racional me decía que aquello no podía ser real.

- Ha pasado mucho tiempo – añadió ante mi silencio, con su acostumbrada sonrisa y luego me repasó con la mirada – Has crecido mucho, demonios.

- ¿Qué es todo esto, abuelo? ¿Cómo es posible…?

Me miró con afecto y posó su mano en mi hombro. Notaba cómo el sol calentaba mi piel, y percibía el aroma de los animales pastando a nuestro alrededor. Todo era tan real como lo recordaba, y sin embargo, algo raro sucedía.

- ¿La has encontrado, verdad? Has encontrado a Cinthia – dijo, con un brillo de emoción en sus ojos.

- Sí, ahora mismo. En… venía de… - respondí, sin saber ni entender cómo sabía eso.

Pareciera como si con aquella confesión mi abuelo hubiera escuchado las palabras que llevaba esperando durante años, porque respiró profundamente y sonrió de lado a lado. Me abrazó con fuerza y luego volvió a separarme, mirándome a los ojos.

- Ven, tienes que conocer a alguien.

Me dejé llevar como si volviera a tener diez años. De repente ya no nos encontrábamos en el prado de mis abuelos, sino en un largo corredor con suelos de mármol negro. A cada lado colgaban retratos, pero cuando intentaba fijarme en alguno de ellos la visión se desdibujaba y me obligaba a mirar hacia delante. Finalmente llegamos a unas dobles puertas de acero. Sobre su superficie se distinguía una imagen que se repetía una y otra vez: un hombre que pareciera brillar y enfrentarse a criaturas cornudas y deformes.

- Esto es para lo que te has estado preparando durante años.

Yo, sin saber bien qué decir, aún estupefacto por todo lo que estaba viviendo, no pude más que quedarme mirando mientras Joseph se dirigía hacia las puertas y las abría sin apenas esfuerzo. Las hojas se abrieron sin ruido, y entramos en un gran salón. Pareciera la estancia principal de un gran castillo, en el que se acumulaban armas y armaduras por doquier, intercaladas por altísimas estanterías cargadas a rebosar por libros. En la pared de enfrente se alzaba una chimenea decorada con gárgolas medievales en el que ardía un furioso fuego, y un sillón acogía a una figura desconocida de espaldas a nosotros.

Joseph se quedó junto a la puerta, y pese a mis reticencias a acercarme al desconocido, la sonrisa de su rostro me tranquilizó. Percibía que allí sentado se encontraba algo antiguo y poderoso que respondería a muchas preguntas, pero me atemorizaba. El vello de mi nuca estaba erizado como el de un gato a punto de saltar, y me quedé clavado cuando escuché el sonido de un libro cerrándose con suavidad, y el susurro de las ropas del desconocido al levantarse.

- Por fin nos conocemos, Aaron – dijo el hombre que se alzaba frente a mí – te has tomado tu tiempo.

El desconocido era un hombre alto y hermoso. Sus ojos azules, su piel bronceada y su pelo largo y moreno, que llegaba hasta su cintura, me resultaban familiares. Vestía con unas ropas elegantes y oscuras, de aspecto caro, y portaba entre sus manos con delicadeza un libro de tapas doradas. Había cierto tono de reproche en su voz, aunque la sonrisa y la pureza de su mirada despejaron toda duda de que estaba frente a un aliado.

Me giré para preguntar a mi abuelo, pero él ya no se encontraba allí. Extrañado, busqué a mi alrededor por si se había aproximado a mí desde algún punto ciego, pero fue inútil. Cuando volví la atención al desconocido, seguía allí, expectante.

- No está aquí – dijo, con una voz grave y cavernosa que no parecía propia de una criatura tan bella – De hecho, nunca lo ha estado. Era la manera más sencilla de traerte aquí.

Quería protestar. Buscaba respuestas, y sobre todo una razón de utilizar la figura de Joseph para atraerme hacia él. Antes de que una sola pregunta surgiera de mis labios, me invitó a sentarme y me ofreció una taza de té humeante que había aparecido en una mesita que antes no había, frente a un amplio sillón que tampoco estaba.

- Antes de nada, permíteme contarte una historia, y si después sigues con dudas, te responderé a todas ellas.


El comienzo de la historia se remontaba a la antigüedad, a muchos años antes de Cristo. Cuando el oscurantismo, la mitología y el temor a lo sobrenatural estaba arraigado en el corazón de los hombres, un iluminado escribió una profecía. Dicha profecía hablaba de un mal que golpearía el mundo y lo destruiría, reduciéndolo a cenizas y borrando toda existencia. La única manera de librar al mundo de ese mal era gracias a un espíritu puro que se alzaría contra él llegado el momento. La profecía no se diferenciaba mucho de otras que auguraban el fin del mundo, así que nadie hizo caso al iluminado. Sólo una familia de comerciantes, conmovidos por la historia, dieron credibilidad a Bal´ahil, que así se llamaba el profeta. Invirtieron la mayor parte de su fortuna en encontrar a ese espíritu puro, y finalmente lo encontraron en la forma de una joven granjera de rubios cabellos de las tierras del norte. A partir de ese momento, el linaje de los comerciantes estuvo íntimamente ligado al de la joven, comprometidos en salvaguardar su integridad frente a todo mal.

Pero los tiempos cambiaban, y las dificultades para mantenerse en su labor aumentaban. Cada vez que el recipiente del espíritu puro cambiaba, ya fuera por muerte natural o accidental, comenzaba de nuevo la búsqueda. Era una tarea agotadora y costosa. Además, habían comenzado a aparecer agentes desconocidos que buscaban entorpecer la tarea de la familia de centinelas. Los llamaron “El Enemigo”.

En la Europa Medieval, antes de que la peste negra diezmara la población, un cónclave secreto se reunió para buscar la solución a las cada vez más crecientes dificultades de los guardianes para proteger el linaje puro. Utilizando artes oscuras y prohibidas, contactaron con una entidad cósmica errante con la que realizaron un pacto. Dicha entidad, expulsada y exiliada de su propio mundo, buscaba un cuerpo en el que encarnarse. A cambio, conferiría a dicho cuerpo las habilidades sobrehumanas necesarias para cumplir con la tarea de proteger al espíritu puro.

Desesperados, aceptaron sin rechistar el trato con la entidad cósmica, que adoptó el nombre de Garviel. El cónclave eligió a uno de los miembros de la familia para ser el portador del poder cósmico. Éste quedó relegado a la forma de un anillo, que sería traspasado generación tras generación, y cuyas capacidades se desatarían cuando el guardián encontrara el cuerpo en el que se había encarnado el espíritu puro.

- Aquí es donde entras tú – dijo mi interlocutor, con una sonrisa cómplice – supongo que a estas alturas, habrás deducido el final de la historia.

Yo llevaba un rato acariciando el anillo con suavidad, y miraba con atención los geométricos diseños. ¿Cómo podía ser que ese anillo contuviera un poder cósmico? No parecía viejo ni desgastado, y sin embargo, desde que había entrado en ese mundo onírico, despedía un agradable calor que inundaba mi cuerpo.

- Tú eres Garviel – dije, a lo que él asintió con una sonrisa – y se supone que soy el portador de un anillo que me confiere poderes mágicos para proteger a una niña, ¿no?

Mi frase pareció molestarle, y mirándome con los ojos entrecerrados, finalmente, río.

- ¿”Poderes mágicos”? Lo dices así y me siento hasta insultado – dijo jocoso, recostándose en el sillón - Aaron, he ayudado a tu familia durante siglos y aún seguís aquí, ¿no? No soy un farsante, mi poder es real.

Se levantó decidido del asiento y me guió hasta una de la paredes de la estancia, en el que podían verse cuadros, tapices y retratos, colocados de forma que parecieran contar una historia. Se cruzó de brazos y alzó la barbilla, y la melena se movió al compás de sus caderas mientras me explicaba su significado.

- Aunque la intención del pobre Bal´ahil era buena, hay que reconocer que la profecía tiene dos grandes fallos. El primero es que proteger al espíritu puro implica no sólo cuidar de su “envoltorio”, sino enfrentarse a cualquier peligro que pudiera amenazarla, tome la forma que tome. El segundo es que nuestro profeta no dijo qué era lo que iba a destruir vuestro mundo.

Me miró durante unos instantes y sonrió. Sabía que quería que sacara mis propias conclusiones.

- Entonces, el portador del anillo tiene que proteger al mundo ante cualquier mal, aunque en un principio no lo parezca, siempre y cuando crea que puede poner en peligro al espíritu puro.

Garviel me guiñó un ojo, me palmeó con fuerza, y asintió ante mi deducción.

- Efectivamente – respondió, señalando los cuadros y tapices – Como podrás ver, hemos hecho lo posible para cumplir nuestra tarea. Junto a tus antepasados, he luchado en casi todas las grandes batallas: encabezamos a los franceses contra la Bastilla, arrancamos el corazón del pecho a Adolf Hitler y expulsamos a los americanos de Vietnam. Pero no somos sólo guerreros, Aaron. Tenemos que anticiparnos y actuar con la mente clara, y hacer lo que sea necesario. Aún recuerdo cuando Akkako nos suplicaba con lágrimas en los ojos que no nos la lleváramos de su casa, días antes de que las bombas atómicas cayeran.

Aunque parecía increíble, algo en mi interior me decía que nada de lo que decía Garviel era mentira, pero sabía que había cosas que me ocultaba deliberadamente. Me dejó unos minutos mientras observaba con detenimiento los tapices, reparando en que siempre, de una forma u otra, junto al Centinela, vestido con armaduras negras y plateadas, aparecía la Protegida, con los cabellos rubios brillantes.

- ¿Nunca os habéis equivocado a la hora de encontrar al espíritu? – dije, casi distraídamente – Parece una tarea algo complicada, si me permites decirlo.

Percibí un sentimiento de satisfacción cuando pronuncié esas palabras, y algo me dijo que había dado con la pregunta clave.

- No sólo me encargo de daros los medios para cumplir vuestra tarea, Aaron. También soy vuestro perro de presa, si quieres darle un nombre algo más mundano. Percibo la esencia del espíritu en cuanto lo veo. Pero conozco casos de Centinelas que lo encontraron sin mi ayuda, ya que desde que tu familia se encarga de su protección, estáis unidos por unos lazos que escapan de mi comprensión.

- ¿Y cómo pueden saberlo? – dije, girándome hacia él con expresión neutra.

- Se enamoran perdidamente de ella – respondió, con una mirada significativa.

A esas alturas de la conversación pensaba que nada podía sorprenderme, y había empezado a acoger la información de Garviel como si de una verdad universal se tratara, pero la nueva noticia me golpeó como si fuera un yunque. Era sencillo: si yo sólo había estado enamorado de una mujer, ¿acaso Cinthia…?

- ¿Te sorprende? – dijo él, interrumpiendo y adivinando mis pensamientos – Desde siempre has sentido una conexión con ella, que ha perdurado pese a que los años os han separado, y en cuanto la has vuelto a ver, has sabido quién era. Mira, incluso Joseph lo vio en cuanto te legó el anillo.

Y diciendo esto, se dirigió a otra pared, que ahora estaba cubierta por un gran telón de terciopelo negro, el cual descorrió con un ademán de su mano. Bajo el tejido apareció una pantalla de cine, que instantáneamente comenzó a mostrar imágenes.

- Todo esto ya lo sabías, Aaron. Te lo explicó Joseph pero no pudiste terminar tu aprendizaje… ya sabes – dijo, mientras se cruzaba de brazos y miraba la pantalla con una expresión de nostalgia en el rostro – Aquel día, cuando te entregó el anillo, percibí que el espíritu estaba cerca y tu abuelo lo vio.

Pareciera como si aquel día alguien hubiera grabado la escena con una videocámara. No la recordaba así, con tanta nitidez, pero sí veía los detalles que se habían quedado en mi memoria: el verde del vestido de Cinthia, el olor a tabaco de Joseph, y la expresión de su rostro cuando me entregó el anillo. Pero el poder ver la escena desde otro ángulo me reveló otros detalles. Detalles como el leve fulgor plateado que emanó del anillo cuando corrí hacia Cinthia para enseñárselo, o el gesto de sorpresa de mi abuelo al comprobarlo.

- Sólo puede haber un Centinela por cada Protegida, y nuestro poder está ligado al de ella. Si la encontramos, el pacto me permite liberar mi poder; si la perdemos, más te vale tener un hijo pronto.

Le miré extrañado mientras la “proyección” terminaba y el telón se desvanecía en el aire como si de humo se tratase. Al fin y al cabo, me encontraba en un rincón de mi mente que compartía con Garviel, y él hacía de ese rincón su propio hogar.

- Joseph y yo no llegamos a tiempo para salvar a su Protegida, y el Enemigo se la llevó. Un incendio provocado en un bosque cercano la pilló mientras acampaba, y no pudimos hacer nada. Aún recuerdo la rabia que sentí, ¡incluso le rogué a tu abuelo que buscáramos al culpable y le hiciéramos pagar! Pero él no era así. Te quería mucho, ¿sabes?

- Lo recuerdo. Regresó a casa tiznado de hollín, y se habían marcado en sus mejillas las lágrimas que había derramado. Estaba destrozado, sabía que iba a morir, y sin embargo hizo de tripas corazón y se centró en la tarea de educarme – dije, rascándome la nuca mientras veía en mi memoria sus ojos aún enrojecidos.


No sé el tiempo que había pasado. Quizás horas o apenas segundos, ya que era imposible calcular el tiempo en aquel rincón de mi mente. Garviel no tuvo reparos en responderme en todas las demás preguntas que me habían surgido, como por ejemplo, si existían los extraterrestres (a lo que me respondió que llegado el momento, lo averiguaría), o si había conocido a Jesús de Nazareth. Ante eso rompió a reír, y me dijo que, sorprendentemente, todos y cada uno de los Centinelas de la historia le habían preguntado eso alguna vez.

- Entonces, ¿ya está? Ahora tengo que encargarme de proteger la vida de Cinthia, y asegurarme de tener un hijo para pasarle el anillo, ¿no? No es algo complicado, según creo.

Garviel me miró con una expresión tierna en sus ojos, pero percibí algo extraño en ellos, como si me escondiera algo. Hoy por hoy ya he aprendido que no hay nada que podamos escondernos, ya que somos parte el uno del otro, pero por aquel entonces no me había acostumbrado a él.

- Hay algo más, ¿verdad? Algo que no me has contado.

Se mantuvo callado, dirigiendo su mirada hacia sus uñas perfectamente cuidadas.

- Garviel, dime qué no me has contado.

- No puedo mentirte, ¿sabes? Es parte del trato, yo ocupo tu cuerpo, formamos parte el uno del otro y esas cosas… pero eso no es todo.

Se alejó de mí, acariciando con afecto los tapices que decoraban las paredes, y se giró.

- Cuando nos hemos conocido, te he dicho que tu abuelo nunca había estado aquí. Eso no es del todo cierto. Él no estaba, pero sí una parte de él – dijo, con el rostro apenado – No soy humano, Aaron. Adopto esta forma para que os sea más fácil tratar conmigo, pero mi aspecto original es mucho más tenebroso. Y como la mayor parte de las cosas tenebrosas del Universo… tengo un apetito algo particular.

Ladeé la cabeza, esperando la respuesta con los puños cerrados. Fuera lo que fuera, creía estar preparado para soportarlo.

- Me alimento de almas, Aaron – dijo, con sus ojos fijos en los míos – cuando el portador del anillo, el Centinela, muere, su alma pasa a formar parte de mí.


Y así acaba mi historia, o mejor dicho, empieza. Cuando Garviel me explicó mi nueva condición, la acepté sin rechistar. ¿Mi futuro estaba ligado al de la mujer que amaba? ¿Qué mejor destino podía esperar?

Ya no sería más un tipo gris.

Ahora era un Centinela. Y tenía una Protegida a la que cuidar.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Aullidos - 6

Toda la tensión que había antes de la cacería se había disipado por completo. Agotados y sudorosos, los cachorros ahora reposaban tumbados en el asfalto o apoyados contra la pared. La satisfacción y la alegría asomaba en sus rostros. Sólo uno, Roben, observaba los restos sanguinolentos del vampiro con preocupación. La manada se había cebado con él, y lo poco que no había sido masticado y desgarrado ahora se desvanecía como ceniza arrastrada por el viento. Uno nunca se terminaba de acostumbrar a ver morir a un vampiro.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un olor cercano. Lo reconoció de inmediato mucho antes de escuchar su voz. Durante la persecución se había retrasado por una razón que desconocía, y Roben asumió que quería darle una explicación.

Rashad formaba parte de la manada desde hacía tres años, cuando Harold lo llevó ante él en mitad de la noche, ordenándole que le instruyera. Le explicó que había sido infectado por su mordedura, y que no iba a permitir que formara parte de otra manada que no fuera la suya. El chaval se adaptó bien, y al veterano lupino le sorprendió que no sufriera los terribles dolores que pasaban los cachorros tras ser mordidos debido a los cambios físicos. Lo había visto demasiadas veces: los músculos se desgarraban, los huesos se rompían y los órganos se agrandaban para adaptarse a la nueva fisonomía.

Afortunadamente, él no había tenido que pasar por ese trance: él era un licántropo puro, fruto de la unión de dos hombres lobo. Normalmente, eran mucho más rápidos, fuertes y resistentes que aquellos que eran infectados por la mordedura contagiosa de su especie, pero siempre había excepciones. Rashad era una de esas excepciones. Desde el principio destacó por su ferocidad y rapidez. Sus colmillos y garras parecían de acero y eran capaces de atravesar un muro de ladrillo de unos cuantos golpes, y sus sentidos eran muy agudos. Roben estaba muy orgulloso de él, pero sabía que el muchacho tenía un defecto terrible: era demasiado curioso.

- No ha tenido oportunidad, Roben – dijo, poniéndose a su altura – En el momento en que se ha atrevido a atacarte, estaba muerto.

El licántropo se giró y observó al cachorro con la ceja alzada. Rashad tenía el pelo castaño muy corto. Su piel morena y sus ojos negros le daban un aspecto exótico, y su cuerpo atlético, ahora empapado de sudor y salpicado de sangre de no muerto, todavía palpitaba debido a la reciente transformación. Era bastante alto, casi llegando a los dos metros, y Roben se preguntó qué tamaño podría alcanzar cuando su forma alterada estuviera en su plenitud.

- Espero que no estés sugiriendo que he tenido miedo de este chiquillo, Rashad – respondió bruscamente, volviendo la mirada al cadáver, ya casi desaparecido por completo.

No tardó en percibir el nerviosismo del muchacho. Intentaba hablar, decirle que no era su intención ofenderle y que le disculpase. Pero no era necesario.

- Dime, ¿desde que estás con nosotros, cuántas veces has visto que un vampiro entre en nuestro territorio?

La pregunta pilló al cachorro de sorpresa, que detuvo sus intentos por enmendar su error y se quedó pensativo. Roben le estaba poniendo a prueba, y era hora de demostrar su valía.

- Durante tres años, ni una sola vez.

- ¿Y cuántos asaltos llevamos en el último mes?

- Siete – respondió rápidamente.

Y en el momento en que sus labios se cerraron, Rashad supo el motivo de la preocupación de Roben.

- Regresamos – dijo el veterano guerrero alzando la voz, lo que hizo que los cachorros se pusieran de pie inmediatamente y le siguieran por los callejones en dirección a la guarida.

martes, 13 de septiembre de 2011

Aullidos - 5

Tras realizar las pertinentes presentaciones, los señores de los Colmillos Lunares, Rick y la invitada, Luzil, se sentaron cómodamente en los sillones del cálido salón. El guardaespaldas se había retirado silenciosamente hasta un punto intermedio entre la puerta y las dobles ventanas que daban a la calle. Conocía su trabajo a la perfección, y nadie en la estancia dudaba de que sería capaz de proteger a su señora si alguien osara atacarla.

- ¿Has tenido un buen viaje, querida? – dijo Emma, cruzando recatadamente las manos sobre el regazo, en una postura más que ensayada más propia de las damas de la nobleza que de una antigua guerrera – Tengo entendido que últimamente los humanos están muy alborotados. Espero que no hayas tenido ningún problema…

Si había malicia en su voz, nadie pudo distinguirla. Emma era toda una profesional en cuanto a la oratoria se refería, y nunca se sabía qué se escondía tras sus discursos ensayados previamente una y otra vez.

- El viaje ha sido tranquilo, es usted muy amable – respondió Luzil con un leve parpadeo que hizo que el corazón de Erick diera un vuelco y su respiración se acelerara – Afortunadamente, estoy muy tranquila en compañía de Samuel, que nunca se separa de mi lado.

La figura robusta de Harold, señor de los Colmillos Lunares, no desvió la mirada hacia el Shi´yu cuando la joven habló de sus cualidades. Su atención estaba centrada en su joven descendiente. Como casi todos los grandes señores, así como los licántropos más ancianos, podía percibir los pensamientos superficiales de los miembros de su manada. Gracias al oído y el olfato, también detectaba los cambios en su respiración, el ritmo cardíaco y las hormonas que segregaban. En otros tiempos, esas aptitudes se utilizaban para coordinarse en las cacerías, demostrando que los líderes no sólo eran los más fuertes y rápidos, sino aquellos que podían mantener el orden entre un montón de bestias sedientas de sangre.

En esos momentos, percibía cómo Erick estaba visiblemente excitado, y si su esposa no hubiera tenido su atención centrada en la joven, también lo habría notado. Dedicó a su hijo un leve gruñido, apenas imperceptible, lo que hizo que el muchacho saliera de su ensoñación y calmara su estado. Un licántropo que se dejaba llevar por sus instintos era un licántropo muy peligroso. Consternado, Erick desvió los ojos hacia su madre, que tenía la mirada clavada en él esperando una respuesta a una pregunta que se le había escapado.

- Disculpa, madre, no prestaba atención – dijo avergonzado, lo que enfureció visiblemente a su madre, que entrecerró los ojos durante apenas unos segundos antes de volver a su imperturbable máscara.

- ¡Ay, estos muchachos! – dijo, quitándole hierro al asunto – Disculpa a mi hijo, probablemente tendría la cabeza en alguno de los negocios familiares. Le decía a nuestra invitada que mañana tendrías que enseñarle la ciudad.

Pero Erick se había quedado nuevamente perdido en los azules ojos de Luzil, que lo observaba con una leve sonrisa en los labios. Sentada a apenas dos metros de él, su piel iluminada por el resplandor de las llamas de la chimenea, pareciera una estatua de mármol vestida con rojos y negros, tan hermosa y perfecta como las obras de la antigüedad.

- Será un placer – respondió con la mejor de sus sonrisas, incapaz de saber cuánto tiempo había pasado desde que su madre le había hecho la pregunta.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Aullidos - 4

Cuando el guardia armado de la puerta anunció a los señores de los Colmillos Lunares que su invitada subía en el ascensor, Emma ya tenía a todo el mundo preparado y dispuesto. La rubia y fría lupina se había asegurado de que el joven Erick tuviera un aspecto distinguido al situarse cerca de la biblioteca, y ella se puso junto a su esposo, el enorme Harold, que parecía cansado. La mujer había repetido hasta la saciedad lo importante que era para el clan que la primogénita del señor de los Hijos de Trin´poh viera que eran una manada unida y poderosa, así como adinerada y distinguida.

La puerta se abrió con lentitud, y todos mantuvieron la respiración. Los Hijos de Trin´poh eran el clan más antiguo y poderoso del Sur, con tierras de caza que eran de su propiedad desde hacía siglos, y en los Registros se repitían constantemente los nombres de sus Campeones como muestra del verdadero ideal de lo que deberían ser los hombres lobo. La familia sabía que si Erick se unía a su heredera, la línea de sangre se fortalecería enormemente, así como el prestigio que eso conferiría.

En el umbral apareció un gigantesco hombre vestido con un traje quizás demasiado ajustado, que marcaba su imponente figura. Medía más de dos metros, y su cabeza afeitada mostraba unos tatuajes tribales que iban desde la frente hasta la nuca. Sus manos se abrían inquietas, como si siempre buscara echar mano al arma que visiblemente destacaba en su pecho debajo de la chaqueta, y sus ojos amarillentos destacaban en su tez morena. Era un Shi´yu, un guardaespaldas personal. Pertenecían a una estirpe inferior, que nunca había llegado a dominar los secretos de la transformación física que los principales clanes conocían desde la antigüedad. Sin embargo, poseían una fuerza y resistencias sobrehumanas, en ocasiones superiores a los propios licántropos, lo que les convertían en guardaespaldas perfectos. Con el paso de los siglos, habían sido mercenarios, soldados, y ahora eran guardias de primera clase que los clanes se disputaban con ferocidad, pues un Shi´yu eficiente era una clara muestra de influencia.

Cuando el guardaespaldas había terminado de revisar a conciencia la estancia con la mirada, lo que ofendió severamente a Emma, se retiró a un lado, cediéndole el paso a la pequeña figura que esperaba pacientemente detrás.

Erick nunca había visto una belleza como aquella. Su pequeña figura parecía resplandecer como la luna llena en una noche sin nubes, y su pálida piel destacaba sobre el discreto pero elegante vestido que enmarcaba sus curvas. Llevaba los hombros al aire, lo que permitía ver un tatuaje que se perdía en su espalda y surgía del brazo, parecido un dragón oriental. Sus ropas, con los colores tradicionales de los Hijos de Trin´poh, negro y rojo, dibujaban espirales y enrevesados diseños que parecían cambiar con cada paso, y la falda, que bajaba hasta los tobillos, hacía preguntarse al joven príncipe cómo podía caminar sin caerse.

Pero sin lugar a dudas, lo que dejó embelesado al lupino fue su rostro. Sus ojos, enmarcados en unas facciones redondas y aniñadas, eran profundos y azules, y sus rojos y ondulados cabellos caían como una cascada hacia un lado, recogidos en un complejo peinado. No sonreía, pero mantenía una extraña expresión en su rostro que recordaba a la de una niña pequeña que viera el mar por primera vez.

- Les presento a la primogénita de los Hijos de Trin´poh, la señorita Luzil Warren – dijo la grave y cavernosa voz del Shi´yu, anunciando a su señora con una elegancia que contrastaba con la ferocidad de su aspecto

sábado, 3 de septiembre de 2011

Aullidos - 3

La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas como dedos que intentaran atrapar las motas de polvo que flotaban en el salón. El crepitar de la chimenea era lo único que se escuchaba en la estancia, en un silencio roto de vez en cuando por unos suspiros lastimeros. Erick, el joven primogénito de la casta de los Colmillos Lunares se encontraba tirado en un enorme sillón de cuero, mirando el fuego con fastidio. Vestía un caro traje de corte italiano especialmente cosido para él, que marcaba su figura como un guante.

Erick era un joven atractivo, con facciones que recordaban a las de los príncipes nórdicos. El cabello, lacio y rubio, peinado hacia un lado con sumo cuidado, coronaba un rostro pálido y hermoso, en el que destacaban dos ojos negros como la noche. Era un orgullo para su madre que el joven hubiera heredado las mejores cualidades físicas de su línea genética, demostrando que el enlace que tuvo al joven heredero como fruto fue todo un éxito.

Su padre, patriarca de los Colmillos Lunares, no se pronunciaba al respecto. De hecho, Harold siempre había sido un hombre silencioso, pero desde que supo que la única hija del clan de los Hijos de Trin´poh había sido enviada con el pretexto de establecer lazos diplomáticos para estudiar un posible enlace entre los jóvenes, apenas había abierto la boca. Harold era un hombre de acción, que se había marchitado desde que había heredado la soberanía de las tierras al norte del río que separaba New Haphesing en dos. Añoraba correr en compañía de la manada, el olor del miedo de su presa, y el viento nocturno en su pelaje.

- Erick, ¿por qué no dejas de suspirar y te levantas del sillón? Vas a arruinar ese precioso traje que encargué para ti – dijo Emma, su madre, que vigilaba la ventana como un halcón – Esa Hija de Trin´poh llegará de un momento a otro, y no quisiera que te viera tirado como una colilla. Tenemos que dar una buena imagen.

Hastiado, Erick miró a su madre como si acabara de pedirle un imposible, y se levantó con un nuevo quejido que irritó visiblemente a su padre. Harold aprovechó para observar la figura de su hijo y se preguntó qué habría sido de él en otros tiempos, donde los licántropos luchaban cada día para fortalecerse, en un mundo en el que los vampiros eran más crueles y menos civilizados que en la actualidad. Si bien su hijo era apuesto e inteligente, su palidez enfermiza y su delgadez lo convertían en una presa fácil si alguna vez alguien atentaba contra él. Dudaba que nadie se atreviera a hacerlo, ya que las consecuencias serían terribles, pero el patriarca a menudo se maldecía por haber permitido que su esposa malcriara al muchacho, volviéndole más una muñeca de porcelana que el futuro señor de los Colmillos Lunares.

- Llega tarde, madre – dijo el muchacho, alisándose con las manos las arrugas del pantalón - ¿Acaso esos sureños no saben lo que es un puto reloj? Además, yo ya había quedado, ¿por qué he tenido que cancelar mi cita por ella?

Su madre no le miró, absorta en su vigilancia de la calle que se extendía bajo la ventana. Emma aparentaba aproximadamente el medio siglo de edad, aunque su naturaleza lupina le había dado una longevidad mucho mayor que la de un ser humano. Su pelo, rubio ceniza, estaba recogido en un moño de aspecto incómodo en lo alto de su cabeza, del que caían pequeños mechones de cabello rematados en joyas. Su vestido, color burdeos, enmarcaba su figura y cubría su piel, marcada con cicatrices recuerdo de años peores. Su marido adoraba esas cicatrices, ayudándole a rememorar su época de juventud, cuando había cazado junto a esa hermosa valquiria y luchado para proteger su vida. Con el tiempo, Emma se había aburguesado, dejando de lado su naturaleza de licántropo para convertirse en la mano derecha del patriarca, y educar al joven Erick con el fin de convertirlo en un líder justo y ambicioso. Tras unos tensos segundos, clavó sus ojos del color del cielo en su vástago, hablándole con un tono que no admitía réplica.

- Deberías contener tu lengua delante de tu señor – dijo, dedicándole a su marido una significativa mirada – Y has tenido que cancelar tu “cita” porque estoy harta de que te pases las noches con esas fulanas. Tienes una sangre demasiado valiosa como para mezclarte con simples mensch.

Erick bajó la mirada a sus zapatos, y se quedó allí callado. Sabía bien que cuando su madre utilizaba términos en su germánico natal, era porque tenía la atención en otra cosa, y era mejor no distraerla.

De repente, el rostro de Emma se iluminó, y se giró hacia Harold, que arqueó la ceja por el repentino entusiasmo de su esposa.

- Ya viene, querido. La Hija de Trin´poh acaba de llegar.

Varios metros abajo, en la calle, una deslumbrante limusina aparcaba silenciosamente y apagaba las luces. Segundos después, el chofer, de espaldas anchas, abría la puerta trasera con diligencia y ayudaba a una joven a descender. Una joven de cabellos rojos como el fuego y piel clara, y unos hermosos ojos azules que se cerraron levemente al salir del coche, inspirando el aroma de la noche. Unos ojos que un espectador afortunado habría podido jurar que albergaban todo el dolor del mundo.