Nathan inspiró el aire salado del puerto y lo retuvo en sus
pulmones durante unos segundos antes de exhalar. Como cada noche, se permitió
permanecer un largo minuto con los ojos cerrados disfrutando de los sonidos de
la ciudad: la sirena de la patrulla de policía que avanzaba a toda velocidad
por la avenida Madison, las risas de la pareja de enamorados que caminaban
cogidos de la mano dos calles más allá, el ladrido nervioso del Yorkshire que
había percibido su aroma y se preguntaba qué hacía en sus dominios… Luego
volvió a abrir los ojos y comprobó su equipo. No importaba que aquella fuera la
última noche de su vida como guardián de Somersville, estaba seguro que si algo
le había mantenido sano y salvo todos esos años, era su rutina diaria. Los
sistemas de la armadura mostraban unos niveles excelentes de energía, las armas
estaban debidamente cargadas y las subrutinas de combate habían sido
actualizadas esa misma mañana. Además, se sentía especialmente en forma.
Una de sus muchas virtudes era que nunca falta a su palabra,
y aquel día no haría una excepción. Cuando su esposa Caroline le dijo con
lágrimas de alegría que estaba embarazada, le prometió que dejaría su vida de
héroe el día que su hijo cumpliera los dos años. En esa edad los niños
empezaban a tener constancia del mundo a su alrededor y quería estar junto a él
para educarle y protegerle. Se acabarían las vigilancias nocturnas y las
desapariciones en mitad de la cena. Ahora se dedicaría en cuerpo y alma a
ellos.
Además, tenía la tranquilidad de saber que no dejaba
Somersville desamparada. Una nueva generación de héroes se había ofrecido a
ayudarle en la tarea, y sabía que aunque él colgara las mallas, podrían hacer
frente a las futuras amenazas que se cernieran sobre la ciudad. Aunque, por
supuesto, no iba a dejar un trabajo inacabado. Con el paso de los años, había
ido encerrando personalmente en la Prisión de Máxima Seguridad del estado a los
mayores enemigos que Somersville había conocido: Conde Pesadilla, el
Destacamento Infernal al completo, Saqueador y el terrorífico Necrópolis no
eran ya sino un número más en los archivos de la policía gracias a su labor.
Ahora sólo quedaba un último contrincante, uno extremadamente escurridizo que
había escapado de sus intentos de detenerle en demasiadas ocasiones: El doctor
Achenbach. Esa noche lo detendría de una vez y para siempre.
El doctor Achenbach era un reputado físico cuyos trabajos
sobre el Singlet de Higgs, la llamada “partícula del tiempo”, le habían
granjeado fama mundial. Sin embargo, un artículo publicado en una prestigiosa
revista científica en la que ridiculizaban sus experimentos provocó que la
opinión pública al respecto del doctor cambiara. Justo cuando lo estaba
acariciando, perdió el Premio Nobel de Física, y las subvenciones gubernamentales
que le permitían seguir con sus experimentos se esfumaron. El doctor Achenbach
enloqueció, y juró que demostraría al mundo entero que la Partícula del Tiempo
existía.
El resto sólo era historia. Tras instalarse en Somersville,
el doctor se había propuesto construir el artefacto que le permitiría darle una
bofetada al mundo entero por atreverse a ridiculizarlo. Sin embargo, su locura
había desestabilizado su balanza moral por completo, y utilizaba su prodigiosa
inteligencia para desarrollar peligrosas armas que vendía al mejor postor para
así poder financiarse. Con el paso de los años, sus trabajos se volvieron más y
más peligrosos, y Nathan no estaba dispuesto a permitir que el doctor Achenbach
terminara su máquina, funcionara o no.
Tras comprobar por segunda vez su equipo y enviarle un
mensaje de texto a su esposa para desearle buenas noches y recordarle que
aquella sería la última vez que dormía sola, Nathan se colocó el casco de su
armadura de combate y programó la ruta de vuelo hasta su objetivo. El
laboratorio del doctor Achenbach se encontraba en las montañas al sur de
Somersville, y había plagado la zona de trampas y plataformas automáticas de
artillería para disuadir a los visitantes inesperados. Pero él estaba
preparado. Así que cuando la dorada figura de su armadura comenzó a sobrevolar
la zona y los cañones antiaéreos surgieron de sus escondites con la intención
de derribarle, sacó el as bajo la manga que tantos meses le había costado
conseguir: un virus informático que inutilizaría temporalmente los dispositivos
de defensa durante unos minutos, el tiempo suficiente para llegar hasta el
doctor y detenerle.
Nathan llegó sin problemas hasta el laboratorio y liberó una
poderosa descarga energética para derribar uno de los muros. El cemento y la
lámina de acero incrustado se derritieron como mantequilla caliente, y el héroe
sólo tuvo que propinarle un puñetazo para llegar hasta el interior. Tal y como
esperaba, allí se encontraba el profesor, enfrascado en ultimar los detalles de
su dispositivo. Ni siquiera se preocupó de girarse hacia Nathan, aunque era
imposible que no se hubiera dado cuenta de su llegada por el alboroto que el
héroe había causado.
- Doctor Achenbach, me temo que ha llegado la hora de
trasladarse a su nuevo alojamiento en la Prisión de Máxima Seguridad del estado – anunció, solemne, a través de los sistemas
de comunicaciones de la armadura – Como
bien sabe, el alcalde me ha dado plenos poderes y…
- Sí, sí. El alcalde te ha dado plenos poderes para
reducirme y trasladarme a ese agujero, me conozco el discurso. – la aguda voz del doctor sonaba cansada, como
si llevara varios días sin dormir – Ha
sido una excelente actuación la tuya, Caballero. No sabía que fuera posible que
alguien pirateara mi algoritmo, pero veo que eres tan infalible como siempre
has demostrado.
Caballero avanzó lentamente hacia el doctor mientras comprobaba
que las rutinas de defensa estuvieran activadas. El hombrecillo estaba
arrodillado bajo un enorme artefacto, y cuando salió estaba completamente
sudoroso y cubierto de grasa.
- No te haces una idea de lo mucho que he esperado este
día, Caballero. Por fin he podido terminar mi máquina, ¡y nada menos que el
héroe de Somerville para ser testigo de mi grandeza! Te presento, ¡el Proyecto
Ucronía! – el científico hizo un giro
teatral y señaló al artefacto a su espalda, y Nathan se permitió unos segundos
para observar el fruto de tantos años de trabajo. Tenía el mismo tamaño que un
apartamento de soltero, y la mayor parte del cuerpo estaba conformado por una
decena de anillos concéntricos transparentes. Una miríada de cables surgían de
los laterales, como una desmelenada cabellera amarilla y roja
- No puedo negar que es impresionante, doctor – confesó.
- ¡Gracias, gracias! – respondió, visiblemente emocionado – Sabía que alguien como tú apreciaría el
trabajo bien hecho. Verás, como bien sabes, mis estudios planteaban la
existencia del Singlet de Higgs, una partícula mucho más compleja que el Bosón,
ya que tiene la particularidad de existir en dos realidades distintas al mismo
tiempo. Sin embargo, se requiere de una tremendísima cantidad de energía para
poder hacerlo estable, ¡y para eso sirve esta máquina! Es mi propia versión del
colisionador de hadrones, que me permitirá utilizar la resonancia de los
bariones y los mesones exóticos para materializar el Singlet de Higgs. ¿No es
maravilloso?
Nathan era un hombre culto, y había estudiado el trabajo del
doctor Achenbach para conocer más íntimamente a su enemigo. Sin embargo, aquel
discurso se estaba volviendo demasiado complicado hasta para él, así que
decidió cortar por lo sano.
- Lo siento mucho, doctor, pero me temo que esto es
demasiado peligroso para permitirle continuar con ello. Ahora, me facilitaría
mucho las cosas si me acompaña sin oponer resistencia.
- Oh, pero mi querido amigo, lo que no entiendes es que
mi dispositivo lleva calibrándose desde que has entrado y ya está listo para
funcionar – dijo, con una mirada
enloquecida mientras daba un puñetazo al interruptor de encendido de la
máquina.
Como si de una onda electromagnética se tratara, la
habitación se llenó rápidamente de un fulgor ambarino que derribó a Nathan. Los
sistemas de la armadura comenzaron a fallar estrepitosamente mientras las
subrutinas de soporte vital empezaban a corromperse una tras otra. De repente,
estaba encerrado en su propia armadura, ahogándose por el vacío letal que se
había formado en el interior. Con un rápido movimiento, liberó las abrazaderas
de seguridad y se quitó el casco para poder respirar. Aún atontado por el
repentino fallo de los sistemas, Nathan miró por primera vez con sus propios
ojos el laboratorio del doctor Achenbach, ahora teñido de un tono anaranjado
mientras los tubos transparentes de la máquina brillaban con una luz cegadora.
A su lado, riendo como un demente, el doctor observaba el espectáculo como un
niño en Navidad, y Caballero por fin cayó en la cuenta de que había algo que se
le escapaba. El doctor había llamado al artefacto Proyecto Ucronía.
- Esta máquina no es sólo para encontrar su Partícula del
Tiempo, ¿verdad? –
dijo, frunciendo el ceño – Considerando
las órdenes internacionales de detención que existen sobre usted, de nada le
serviría hacer este descubrimiento. Ningún organismo le reconocería.
Por primera vez el doctor Achenbach fijó su mirada en la
suya, y Nathan pudo apreciar en sus ojos el abismo de locura que había tras
ellos.
- Eres muy perspicaz, Caballero – dijo. Ahora que podía ver el rostro que se
escondía tras la armadura no le resultaba difícil reconocer al multimillonario
Nathan Faust, dueño de una de las corporaciones multinacionales más poderosas
del planeta. Sin embargo, había decidido seguir llamándole por su nombre de
guerra – Como bien dices, de poco
me serviría. Pero esta máquina no sólo materializa el Singlet de Higgs, sino
que lo sobrecarga con suficiente energía para iluminar toda Norteamérica
durante una semana. ¡Cuando explote, provocaré una singularidad espaciotemporal
que me permitirá regresar al pasado y recuperar mi nombre y mi prestigio! ¡Y
nadie puede detenerme! ¡Ni siquiera tú, héroe!
Aquello fue más que suficiente para Nathan. No necesitaba
ser un físico de partículas para saber que una detonación de tales
características quizás no abriría una fisura en el tejido de la realidad, pero
sí que provocaría una onda expansiva que barrería Somersville del mapa. Miles
de vidas segadas en un instante. Su mujer y su hijo. Con un gesto solemne, alzó
el brazo mientras notaba cómo los sistemas de armamento de la mano reaccionaban
al gesto.
- ¡No! –
alcanzó a gritar el doctor Achenbach, mientras se abalanzaba sobre Nathan en el
mismo instante que un chorro de energía calorífica surgía del guantelete del
héroe en dirección al dispositivo. Como si se tratara de una coreografía
cuidadosamente orquestada, el pulso llegó en el preciso momento en que los
tubos de fibrocristal de la máquina estallaron al no soportar la presión de la
energía que estaban conteniendo, liberando unas partículas que no chocaban
entre sí desde que el Universo se formó por primera vez. La realidad, el tiempo
y el espacio se entremezclaron en un romántico abrazo que poco tenía de hermoso
para los presentes.
Nathan Faust sintió cómo fuerzas primigenias tiraban de cada
átomo de su cuerpo en todas direcciones, mientras a su alrededor todo se volvía
de un blanco cegador. Su armadura de alta tecnología, sometida a unas altísimas
temperaturas, reventó en pedazos, pero su rostro se llevó la peor parte. Al no
disponer de la protección que disponía el resto del cuerpo, se abrasó,
causándole unas terroríficas heridas y un dolor tan intenso que le dejó
inconsciente. Mientras el universo a su alrededor se retorcía como un pez fuera
del agua, reorganizando su esencia de la forma que mejor le convenía, el
joven héroe se sumía en las tinieblas sin saber si despertaría de aquella
pesadilla.
Cuando lo hizo, quiso morir.
Antes siquiera de abrir los ojos, sintió el dolor y el ardor
en el rostro, tan intenso que quería arrancarse la cabeza de los hombros.
Además, tenía las extremidades entumecidas, y cada leve movimiento le dolía,
como si estuviera tumbado sobre un lecho de espinas. De fondo
escuchaba un sonido rítmico, un pitido que se sucedía cada segundo
aproximadamente. No tardó en reconocer la característica melodía de un monitor
de constantes vitales, el aroma de productos desinfectantes y antisépticos, el
roce áspero de las sábanas baratas. No había duda, se encontraba en un
hospital.
Lentamente, a medida que los minutos transcurrían en el
reloj, Nathan fue poco a poco más y más consciente de su alrededor. En cuanto
abrió los ojos y sintió cómo le escocían los ojos por la luz del sol que
entraba por la ventana, comprobó que, efectivamente, estaba en una habitación
individual de hospital. Tenía el rostro vendado, y eso hizo recordar el intenso
dolor que sufrió cuando el doctor Achenbach activó su dispositivo. ¿Tan
horribles habían sido las quemaduras?
Finalmente alguien llegó con respuestas. Cuando se arrancó
los sensores del monitor del pecho, un equipo médico acudió para responder a la
alarma y comprobó que en realidad estaba sano y salvo, despierto del coma en el
que llevaba sumido desde hacía un mes. Sin documentación, completamente
cubierto de heridas y con el rostro irreconocible, lo tomaron como una víctima
de un robo violento y lo atendieron. Sin embargo, las huellas dactilares no se
encontraban en la base de datos de la policía, así que sólo podían esperar a
que despertara y revelara quién era.
La historia tenía sentido, no obstante, había cosas que no
encajaban en el esquema mental de Nathan. Para empezar, cuando les dijo que era
Nathan Faust y a qué se dedicaba, no parecían conocerle. De hecho, la
corporación Faust no existía ni había existido nunca. Tampoco se encontraban en
Somersville, y ninguna ciudad de los alrededores recibía ese nombre. Pronto la
amabilidad con que le habían tratado empezó a desaparecer cuando empezaron a
pensar que sufría algún tipo de problema mental. Sin documentación ni dinero,
no tardó la policía a pasarse por su habitación para hacerle algunas preguntas
para las que no tenía respuestas. Al menos, ninguna que ellos creyeran. Nathan
Faust no existía.
Además, se encontraba el asunto de su rostro. De una manera
inconsciente había evitado preguntar al respecto, pero fue el doctor
Williamson, el médico que se había encargado de atenderle, quien se sentó con
él para revelarle lo que más temía. Le explicó que había sufrido unas
quemaduras terribles en el 90% de la cabeza y el cuello, unas quemaduras
producidas por una sustancia desconocida y que había hecho imposible la
reconstrucción facial. De alguna forma, el tejido epitelial se había quemado y
cauterizado casi al instante, y no disponían de los medios para ayudarle.
Nathan quedó destrozado por la noticia, pero sus sentimientos no fueron nada comparados
al dolor que sintió cuando le retiraron las vendas y vio con horror en qué se
había convertido. Sus antiguas facciones, que recordaban vagamente a las de su
difunto padre, habían desaparecido. Ahora no quedaba más que una grotesca
calavera negra de tejido y huesos fusionados y calcinados. Un monstruoso ser
surgido de las peores pesadillas.
No entendía qué estaba sucediendo. No sabía dónde estaba, ni
dónde se encontraba su familia. ¿Tenía todo aquello que ver con el experimento
del doctor Achenbach? ¿Habían tenido éxito sus enloquecidas teorías y había
cambiado algo del pasado? Necesitaba respuestas, y desde luego, no las
encontraría tumbado en una cama de hospital, escuchando los cuchicheos de las
enfermeras detrás de la puerta y sus expresiones de asco cuando pasaban a
aplicarle los curas pertinentes. Aprovechando el cambio de turno, robó algo de
ropa de los vestuarios y escapó al abrigo de la noche.
El frío era reconfortante. Aliviaba el dolor de su rostro y
aclaraba sus ideas. Como un vagabundo se adentró en la ciudad esquivando a la
gente a fin de no llamar la atención. Sin lugar a dudas no era Somerville, ni
ninguna ciudad que conociera. Cuando utilizó un teléfono público para llamar a
su casa, descubrió con consternación que el número no existía. Empezó a dolerle
la cabeza, y las preguntas se agolpaban sin poder encontrar respuesta.
Entonces lo vio.
Se encontraba en una calle céntrica, en la que grandes
edificios con anuncios de neón se alzaban como silenciosos vigilantes. En uno
de ellos, un enorme monitor mostraba las noticias del día, donde un hombre con
una armadura de combate parecía explicar cómo había salvado a un grupo de
inocentes de un incendio. Tenía el rostro al descubierto, como si no le
importara revelar su identidad, y eso fue lo que le permitió reconocerle. Sus
facciones habían cambiado ligeramente, era más joven y robusto, pero no podía
negar que era el mismísimo doctor Achenbach. ¿Qué estaba sucediendo?
Tras refugiarse en un parque cercano para soportar la
impresión y reorganizar sus pensamientos, decidió que vagando por las calles no
encontraría respuestas. Al amparo de la noche, se infiltró en una casa
rompiendo el cerrojo y utilizó su ordenador. También aprovechó para llenarse el
estómago de algo más que insípida comida de hospital. De alguna forma, no le
preocupaba haber entrado sin permiso o haber robado comida. Era como si su
equilibrio moral fuera algo menos estricto que antes. En internet no tardó en
encontrar las respuestas que buscaba. El doctor Achenbach, quien ahora se hacía
llamar Guardián, había aparecido en la ciudad hacía aproximadamente tres
semanas, portando una armadura de combate y erigiéndose defensor de los
inocentes. Al igual que lo había sucedido con su identidad, también había
desaparecido la del profesor: no había rastro de sus estudios ni su carrera
criminal. ¿Había cambiado el pasado?
Entonces lo recordó. Las cosas habían sido
demasiado confusas hasta ahora, por eso no había caído en la cuenta, pero ahora
venía a su mente tan nítido como si lo acabara de escuchar. Achenbach
había dicho que el Singlet de Higgs era una partícula que tenía la
particularidad de existir en dos dimensiones al mismo tiempo.
Así que así había sido. Ese malnacido no había retrocedido
en el tiempo, les había enviado a ambos a una realidad, a otro mundo. Un mundo
lejos de su familia, de su mujer y su hijo. Un mundo en el que él no era nadie,
y Achenbach tenía el reconocimiento que siempre había querido. Eso le
enfureció. Era como si le hubiera arrebatado todo su mundo de un plumazo. No
sólo eso, sino que además le había convertido en un monstruo. De un fuerte
manotazo envió el ordenador al suelo y salió de la casa.
Las cosas habían cambiado, todo había cambiado, y Nathan
notaba cómo él también. Estaba furioso, y mientras se dejaba abrazar por las
sombras de la noche, sintió cómo una fría determinación crecía dentro de él.
Haría lo que fuese por deshacer lo que había hecho Achenbach. Reconstruiría su
dispositivo, el Proyecto Ucronía, y regresaría a casa. Haría todo lo que
estuviera en su mano para conseguirlo.
Y aplastaría a todo aquel que intentara detenerle.