lunes, 10 de agosto de 2020

Elegir un bando

 Cuando era más joven (aún menos que ahora), en la década de los 90, entre la juventud que me rodeaba había dos bandos bien diferenciados: Por un lado, estaban los fachas, a quienes sobre todo ubicaba en mi colegio (católico, apostólico y romano) aunque también había por mi barrio. Los fachas decían "viva España" y levantaban la mano cuando bailaban aquel "lo loló lo ló", no les gustaban mucho los inmigrantes y llevaban el pelo muy corto. También abundaban las banderas españolas en su indumentaria. Poco más.

En el otro bando, estaban los "anarcas". A estos los veía más por el barrio, por la sala de recreativos donde echaba las horas o comiendo pipas en el banco de enfrente. Solían ser gente sin una etiqueta definida que a mis ojos lo único que hacían era dibujar la A de "Anarkia".

Por supuesto, "los fachas" y "los anarcas" eran enemigos acérrimos. De vez en cuando había "tanganas" entre ellos en el parque del barrio, y siempre que había más de dos o tres juntos en un sitio se mascaba la tensión porque sabías que pronto "aparecerían los otros". No eran bandas, ni nada por el estilo. La gente decía que era anarca o facha dependiendo de si su ideología encajaba más con unos o con otros. Pero no era nada organizado. Era más bien la necesidad de sentirse parte de un grupo. Y a mí me daban miedo los dos de igual modo.

Me daban miedo porque no me sentía identificado con ninguno. Y me sentía culpable porque me daban a entender que o estaba con unos o con otros. No había término medio. No sabía qué estaba mal conmigo. Cada vez que me cogía uno y me preguntaba "¿tú qué eres?" me entraba la risa nerviosa.

Afortunadamente, la cosa se quedó ahí. Nunca me vi involucrado en ninguna pelea ni elegí bando, y el tiempo pasó. Pensé que eso había quedado atrás. Que eran cosas de chavales de barrio con demasiado tiempo libre. Más de veinte años después, me doy cuenta de que nada ha cambiado. No hay más que dar una vuelta por las redes sociales para darte cuenta de que siguen ahí. Con otros nombres, otros trasfondos, pero siguen siendo ellos. Los que te obligan a elegir bando. Los que necesitan saber si eres de izquierda o de derechas para poder etiquetar: "conmigo" o "contra mí".

No hay opción a que tengas tu propia mentalidad, tus propias ideas. Que puede que tengas ideas de "un bando" y otras "del otro". Porque la gente no estamos hechos para encajar. Y como he dicho muchas veces, quien acepta sin rechistar los dogmas de una ideología son sectarios.

¿Pero sabéis qué? No me importa. La ideología no es algo que marque mi vida. El amor, la alegría, la esperanza, esas sí son cosas que marcan mi vida. Despertarme cada mañana junto a quien amo y hacer que su risa sea la Banda Sonora de nuestro matrimonio. Ese es el lado que elijo. El mío. El nuestro. Y no necesito más aliados, sólo gente que me respete y me quiera. Gente que me apoye cuando requiera un hombro para continuar. Gente a quien ayudaré cuando lo requiera. 

Ese es mi bando.

jueves, 2 de abril de 2020

Reflexión


La situación que estamos viviendo durante estos días está sacando lo peor y lo mejor de cada persona.

Lo mejor es fácil verlo: sólo tienes que leer las cada vez más numerosas noticias sobre empresas que han cambiado su producción para convertir sus talleres y maquinarias en productores de mascarillas, gorros, guantes y batas para el personal de sanidad que hoy en día se ha convertido en nuestra primera línea de defensa contra la infección. Puedes verlo en los ancianos, desempleados y particulares en general que deciden invertir su tiempo libre en usar lo poco que tienen y su habilidad, para ayudar a los demás, en tender una mano amiga a cambio de nada. Puedes escucharlo en los aplausos que, sin faltar ni un solo día, han resonado en nuestros barrios para homenajear estos hombres y mujeres.

Son noticias que te hacen sonreír, que agitan tu corazón lo suficiente para recordarte que todos tenemos la esperanza de que, cuando todo termine, seremos mejor personas. Mejor país.

Sin embargo, estos gestos quedan ensombrecidos por las noticias, rumores, mensajes, vídeos, y canciones que buscan hacer daño a los demás. Día tras día, hora tras hora, fluye a través de los teléfonos móviles y redes sociales contenido pernicioso, más afilado que cualquier hoja y más venenoso que el virus que ahora mismo amenaza nuestra sociedad. Y sólo hay una motivación para ello: la ideología.

Hoy por hoy no nos estamos atacando porque estemos en guerra – no una literal, en la que empuñemos fusiles – o por conseguir un botín o tierras. Nos atacamos por defender un partido político, el que consideramos de nuestro bando, los buenos – o los menos malos – y para ello no nos importa en usar todas las armas a nuestro alcance. Nos convertimos en los peores ejemplos de personas que podemos llegar a ser: mentimos, ultrajamos y engañamos. Manipulamos información. Coreamos consignas vacías y sin sentido sólo porque encajan en el rompecabezas mental que pensamos conforma nuestro ser. Nos creemos superiores moral e intelectualmente que otros. O peor aún, dejamos que los nuestros nos engatusen.

¿Y todo, por qué? Por nada.

Sí, siento ser así de brusco, pero no obtienes nada de todo esto. Que los tuyos estén en el Gobierno no va a llenar tu plato de comida, ni te abrigará por las noches. No te hará mejor persona, ni te ayudará a poner una sonrisa en los labios cada mañana si antes no eras capaz de hacerlo. Más aún, te habrás convertido en alguien mucho peor que ha oscurecido un poco su corazón a cambio de una victoria electoral de personas que crees conocer. ¿Y sabes cuánto durará esto? Unos pocos años. Una miseria en comparación con todos los que vivirás. Porque pasado el tiempo, los otros se convertirán en quienes tengan el control del país, y serán sus fieles quienes tendrán el corazón podrido. Y así uno tras otro.

Y mientras tanto, habrás atacado a gente con la que vives, trabajas, o quizás nunca verás en tu vida. Le habrás odiado con todo tu corazón sólo porque piensa de forma distinta a ti. Déjame decirte algo. Algo que te hará explotar la cabeza:

Las personas no somos ideologías.

Ni siquiera el político más acérrimo. Ni siquiera el afiliado más sectario y repugnante, que tatúa su piel y su cerebro con consignas que le lleven a la tumba, va a ser nunca un reflejo de su ideología. Es sólo un aspecto más de nuestro yo – un pequeño, casi insignificante – que no define qué o quiénes somos.

Porque puede que la vida te de un vuelco por un giro del destino, y ahora veas las cosas de otro modo. Y te sientas culpable porque ahora ya no piensas igual. Porque tu partido político ya no brilla tanto como antaño.  ¿Es culpa de los políticos, quienes ya no son los héroes que pensabas que eran? ¿O quizás simplemente, el tiempo nos cambia a todos? Nuestras necesidades, nuestras inquietudes, nos cambian. Y eso hace que nuestras ideologías – repito, ese aspecto pequeño e insignificante de nuestro yo – cambien.

¿Me admites un consejo? No te conviertas en soldado de una guerra que nadie va a ganar, pero en la que todos salen heridos. Utiliza tus esfuerzos para amar a los demás, pero sobre todo, amarte a ti mismo. En hacerte la persona más feliz que puedas llegar a ser.

Porque al final, eso es lo que recordarás cuando llegue el final.

martes, 17 de julio de 2018

Querido Thomas

Hay momentos en los que tienes un sueño tan vívido y que cuenta una historia tan maravillosa que lamentas ver cómo poco a poco se va diluyendo de tu memoria a medida que pasa el día. Esta noche he tenido uno de esos sueños, y en cuanto he despertado he corrido al ordenador porque quería plasmarlo en un breve relato. Quizás no he sido capaz de plasmarlo todo tal y como pasaba por la cabeza, pero creo que está casi todo. Hay algunas referencias que espero que sepáis reconocer. Espero que os guste.



Querido Thomas.

Disculpa lo repentino de este mensaje, pero he creído necesario ponerme en contacto contigo a título personal porque considero que necesitas una explicación.

En Corazonessolitarios.com tenemos una serie de políticas respecto a aquellos usuarios que intercambian varios mensajes seguidos en nuestra plataforma y se atreven a dar el paso de conocerse y verse cara a cara. Y sí, revisamos vuestros mensajes porque queremos evitar situaciones incómodas e indeseables. Puedes revisar nuestra Política de Privacidad aquí. En el caso de Amanda y tú, me encargué personalmente de evaluar vuestros contactos a fin de determinar que el interés era recíproco. Créeme si te digo que pocas veces he visto parejas que conectan de esa forma, y cuando finalmente te ofreciste a hacerte a la carretera y recorrer los más de cuatrocientos kilómetros que separan vuestras localidades, me emocioné. Si algo tiene bueno este trabajo, es que te deja ver de primera mano cómo surge el amor, si me permites ponerme un poco emotivo.

También decir que la elección de ese parque temático para encontraros fue todo un acierto. Era un tipo de Evento de Ocio que ambos incluíais en vuestros perfiles y que yo estaba seguro que ayudaría a facilitar el desarrollo de esta primera cita. La adrenalina de la montaña rusa, el paseo romántico por el Túnel del Amor y la cabalgata son lugares magníficos que os brindarían la oportunidad de llegar a una mayor intimidad. Normalmente nuestro trabajo no va más allá puesto que encuentros como los vuestros, donde se ve una conexión tan especial entre ambas partes, tienen éxito en un porcentaje muy elevado.

Sin embargo, y como usuario del Paquete Platino, decidí seguir monitorizando vuestro encuentro para asegurarme que todo salía a pedir de boca. Después de tanto tiempo leyendo vuestra conversación casi me consideraba una parte de vuestra floreciente relación y quería asistir a sus primeros pasos. Afortunadamente, el parque temático que elegisteis entra dentro de los sitios con los que Corazonessolitarios.com tiene un acuerdo para hacer uso de sus cámaras para nuestros seguimientos.

¿Qué decir, Thomas? Cuando os visteis cara a cara en el embarcadero, pensé que correríais el uno hacia el otro y os fundiríais en un abrazo. Soy un romántico, lo sé. Pero lo que no esperaba fue la frialdad con que Amanda te recibió, ni que te pidiera tu teléfono móvil a los pocos minutos para guardarlo ella y que no os molestaran. Todavía estamos esperando una respuesta por su parte para elaborar un informe.

No te culpes. Te comportaste como un auténtico caballero. Fuiste educado y amable, y esa broma sobre el pan con tomate me arranco una carcajada en la oficina. Eres un afortunado al tener un Paquete Platino, no todos pueden asegurarse que hay alguien al otro lado grabando la conversación. Y créeme si te digo que no comprendía por qué Amanda no te correspondía. Era como si la persona con la que intercambiabas mensajes en la plataforma y esa con que te encontraste fuesen distintas. Vi necesario intervenir y utilicé uno de nuestros protocolos para situaciones de emergencia (es una de tus ventajas como usuario Platino. Puedes ver la información detallada aquí). Fuimos nosotros quienes, con ayuda del personal del parque, os invitamos a entrar a ese restaurante oriental para comer. Y por supuesto, también fuimos nosotros quienes colocamos ese gato junto a vuestra mesa. Sabíamos que a ambos os gustaban los animales domésticos, especialmente los gatos, y pensaba que eso ayudaría a que Amanda se relajara. Créeme si te digo que cuando afloró su sonrisa me permití recostarme en mi silla y pensé que ya estaba todo hecho. Lo habíamos conseguido, Thomas.

No obstante, en cuanto terminasteis de comer y os fuisteis, y Amanda volvió a estar fría y distante, lo comprendí. Y sé que tú también, porque elegiste ese momento en la plaza para pedirle el móvil porque querías marcharte. Al menos te estrechó la mano al despedirte, si te soy sincero yo no esperaba tanto.

Querido Thomas, desde Corazonessolitarios.com queremos pedirte disculpas si has sentido que nuestra plataforma no ha cumplido con tus expectativas, pero te invitamos a que sigas intentando encontrar el amor. Hay muchas personas ahí fuera que están esperando a encontrar a un hombre tan bueno y romántico como tú. Y si me permites, puedo asegurarte a título personal que cualquiera de nosotros también nos habríamos arriesgado como tú lo has hecho. Tus mensajes con Amanda parecían sacados del guion de una película de Hollywood, por lo que seguimos sin comprender el porqué de su comportamiento.

Sólo me queda decir que no te rindas, amigo mío. Que estoy seguro de que hay mujeres tan románticas como tú ahí fuera. Quizás el problema fuera que Amanda sólo era romántica los Martes.

Atentamente,

Alfred
Operador en Corazonessolitarios.com

sábado, 16 de junio de 2018

Comunidad Umbría - Nada

Regresamos a la carga. Durante todo este tiempo en realidad no he dejado de escribir, pero no he publicado nada lo suficientemente largo como para colgarlo en el Blog. Sin embargo, hoy sí tengo algo que compartir con vosotros, el trasfondo de un nuevo personaje para una partida ambientada en el mundo de 13th Age, el Juego de Rol. Es la historia de, como digo más tarde, "una anónima figura en la historia que terminó ocupando un lugar en el inmenso tablero del Destino". Su nombre, Nada, es un homenaje a las obras de Joe Abercrombie. 


Nada



Un ser humano al que le han arrebatado el alma misma deja de ser un ser humano. Se convierte en un cascarón vacío, un muñeco de trapo en manos del Destino y los caprichosos Dioses que moran más allá de nuestro alcance. Porque el alma es lo que nos hace ser quienes somos. Es lo que nos permite amar, lo que nos permite sentir compasión, anhelo y deseo. También es lo que nos ayuda a enfurecernos, a odiar y a desear venganza.

Pero arrebatar el alma no es tan sencillo. Se necesitan engaños manifiestos o inmensos poderes para ello. Y, sin embargo, puedes reducir a un ser humano a su mínima expresión si consigues arrebatarle todo y sólo le ofreces una única salida, aunque eso signifique un destino peor que la muerte.

Un sencillo pastor en las montañas

Nuestra historia trata precisamente sobre eso: de cómo una anónima figura en la historia terminó ocupando un lugar en el inmenso tablero del Destino. Y el protagonista no es más ni menos que un simple pastor de una humilde aldea de las montañas. Su nombre, como descubriréis más tarde, es irrelevante. El pastor se levantaba temprano para cuidar de sus ovejas y llevarlas a pastar a los verdes valles que rodeaban el lugar donde vivía. Fabricaba queso con su leche, e intercambiaba también la lana en el mercado. Disfrutaba de la Fiesta de la Cosecha, le gustaba beber vino y reír con los amigos. Incluso se había enamorado una vez. Era una vida feliz. Anodina y carente de verdaderas ambiciones, pero feliz.

El problema de las vidas anodinas es que no suelen importarle a nadie. Sobre todo, en un mundo salvaje como el nuestro. Y eso fue lo que llevó a una terrorífica secta adoradora de demonios a posar su mirada en la aldea de nuestro protagonista. Sus líderes, convencidos de que los sacrificios de sangre conseguirían el favor de La Diabolista, la señora de los abismos, buscaban constantemente víctimas para sus rituales.

El ataque fue durante la noche, cuando viene casi todo lo que es frío y perverso. Sus agentes, vestidos con ropajes negros y cotas de cuero, cayeron sobre el poblado. Sin milicia, sin torres de vigilancia o una mísera empalizada que les protegiera, los aldeanos fueron sometidos rápidamente entre gritos de sorpresa y terror. Y si pensáis que nuestro protagonista se alzó espada en mano para proteger a sus convecinos, estáis muy equivocados. Intentó escapar con lágrimas en los ojos, probablemente con los calzones empapadas con su propia orina. Pero su carrera duró poco, derribado por una flecha en su muslo que le hizo tragar tierra y gritar como un recién nacido.

Encadenados como animales, fueron llevados hasta un conjunto de cavernas que servía como templo para los adoradores de demonios. Y allí, los hombres fueron separados de las mujeres: ellas serían el objeto de sacrificio en terroríficos rituales que llenaban las cuevas de aullidos de agonía; ellos, por el contrario, sufrieron un destino incluso peor. A sabiendas de que no podrían conseguir adeptos fácilmente, la secta torturaba a sus prisioneros sin piedad, doblegaban sus mentes, quitándoles todo, hasta la voluntad de vivir. Entonces, les ofrecían una salida. Una salida que era una alternativa clara frente a las constantes torturas: unirse a sus filas por la mayor gloria de La Diabolista.

Víctima de una Secta Demoníaca

Pero los torturadores sectarios sabían que sólo cuando un hombre estaba completamente roto podía ser recompuesto de nuevo. Así que las torturas duraban semanas. Meses incluso. No sólo castigaban sus cuerpos, sino que retorcían su mente y les hacían que desconfiasen de todos, incluso de ellos mismos. Les daban esperanzas de que uno de los sectarios que venían a limpiar sus heridas les salvarían, para al día siguiente convertir a ese buen samaritano en su nuevo torturador.Bombardeaban sus oídos una y otra vez con sus doctrinas para obligarles a recordarlas incluso en sus pesadillas.

¿Recordáis a nuestro joven pastor? Sobrevivía a duras penas, pero al menos seguía respirando. Había visto amigos y familiares caer ante sus ojos, incapaces de aguantar más las torturas. Otros habían quedado ya relegados a cuerpos temblorosos y babeantes que eran llevados lejos de las jaulas para adoptar su nueva doctrina. ¿La mujer que una vez había amado? Creía haber escuchado sus gritos de agonía la segunda noche, pero poco importaba ya. Sabía que moriría allí. Porque nuestro pastor, al que le habían arrebatado todo, tenía una cosa clara: prefería morir en aquel suelo de piedra. No quería convertirse en uno de esos desalmados que sacrificaban a otros por conseguir el favor de una Reina que nunca conocerían.

Pasaron los meses, y nuestro protagonista se había convertido en el último prisionero en pie, y su intento de conversión se había convertido ya en un reto para los miembros de la secta. Enviaban a sus antiguos vecinos a convencerle por las buenas, y cuando sólo encontraban un muro de negación, le torturaban nuevamente. Su cuerpo se volvió duro por las palizas y los latigazos. Sus huesos, férreos tras romperse una y otra vez. El pastor había olvidado su nombre, puesto que para la secta sólo era el prisionero. Sus amigos y familiares ahora eran quienes le hacían daño, día tras día. El miedo había dado paso a la determinación; la determinación, al odio.

Elegido por los Dioses Oscuros

Sólo en aquel momento, cuando del afable aldeano sólo quedaba el recuerdo, comenzaron los sueños. El joven nunca había tenido una gran imaginación, sus habilidades para la lectura y la escritura eran las justas para sobrevivir en el mundo civilizado, por lo que sus viajes oníricos habían ido más allá de formas difusas y emociones. Pero ahora eran nítidos, claros e incluso vívidos. En ellos, el antiguo pastor caminaba por un cielo cuajado de estrellas, tan cercanas que casi podía tocarlas con la punta de sus dedos. Pero no estaba solo. Por el rabillo del ojo distinguía formas entre las sombras a su alrededor. Sin embargo, ya le habían arrebatado todo salvo la vida misma, por lo que no temía lo que pudiera encontrarse allí. Así que cada noche regresaba a ese sueño lleno de estrellas en el vacío. Y cada noche se sentaba a esperar a que esas formas sombrías decidieran dirigirse a él.

Fue en la séptima noche cuando las cosas cambiaron definitivamente. Nuevamente llegó a ese cielo negro, pero en esta ocasión no había allí miles de estrellas en forma de diminutos y titilantes puntos de luz. Sólo la oscuridad y el vacío. Entonces, se percató de que no es que las estrellas hubieran desaparecido, sino que había algo que lo tapaba todo de su vista. Esa figura se movió, tan silenciosa como oscura, y abrió un único ojo violáceo hacia él. Ante el joven, se hallaba ante una criatura de inmenso tamaño, que si quisiera podría haberlo aplastado como a una mota de polvo. Y, sin embargo, se quedó allí, mirando a ese ojo sin párpado.

Entonces, el silencio fue roto por una única palabra. Una palabra que hizo vibrar el tejido mismo de la existencia. Una palabra que le volvió del revés y le recompuso mil veces. Vive.

El ojo sin párpado empezó a moverse rápidamente, y fue cuando el joven descubrió que ya no era un ojo, sino una bola de fuego carmesí que surcó el cielo, nuevamente cuajado de miles de estrellas. Incapaz de moverse o reaccionar, la esfera llameante impactó de lleno en su pecho, haciendo que nuestro protagonista despertara entre gritos de sorpresa y dolor. Ya no había estrellas ni gigantes sombríos, estaba en su celda, en su suelo de piedra lleno de manchas resecas de sangre y fluidos corporales. Y, sin embargo, podía sentir ese fuego en su pecho, cálido y frío al mismo tiempo. Un fuego que le recordaba lo que debía hacer.

Los Dioses proveerán. Era un mantra que el joven había aprendido a repetir y que le ayudaba a resistir día tras día. Pero su cambio no había pasado desapercibido para los líderes de la secta. Incapaces de doblegar su espíritu, decidieron que los esfuerzos no valían la pena y que su sangre serviría mejor para alimentar el fuego de la reina de los abismos. Cargado de cadenas fue sacado de su jaula y arrastrado por el complejo de túneles hasta la caverna central, donde decenas de sectarios, hombres y mujeres, de todas las razas imaginables, vestían ropajes negros y esperaban ansiosos al sacrificio. En el centro la caverna, un obsceno altar junto a un inmenso fuego esperaba a su tranquila víctima. Caminaba con la cabeza erguida, lanzando miradas a uno y otro lado sólo para reconocer los rostros de sus torturadores, de sus compañeros de celda y sus antiguos amigos. Pero no temía, puesto que sabía que, sin lugar a dudas, los Dioses proveerían. Al fin y al cabo, le querían vivo.

Su cuerpo fue depositado en el altar y los cánticos a su alrededor comenzaron. El joven, al que le habían arrebatado todo y por tanto, era nada, cerró los ojos y esperó al momento adecuado. No podía morir allí, sacrificado como una bestia cualquiera. Sus sueños tenían que significar algo. Entonces volvió a sentir ese fuego en su interior, un calor que recorría sus entrañas y le confortaba. Se dejó llevar por la cadencia de los cánticos a su alrededor y las palabras del líder de la secta que clamaba por el favor de su reina. Pero Nada distinguió otros sonidos, gritos y bramidos que se hacían cada vez más y más fuertes. Entonces, la puerta de la cámara se abrió violentamente, y tras ella, entraron decenas de guerreros. Vestían armaduras completas, de acero pulido como espejos, y las hojas de sus espadas estaban serradas como los dientes de un animal salvaje. Entraron en tropel y empezaron a acuchillar y despedazar salvajemente a los sectarios, sembrando el caos y el desconcierto.

Nada no perdió el tiempo. De un fuerte tirón se liberó de sus ataduras y tomó por sorpresa el cuello del líder sectario con ambas manos. Sus dedos, como garras de acero, no aflojaron. Sus brazos, firmes como rocas, empujaron hacia el suelo con fuerza. Apretó y apretó, y notó cómo lentamente la vida se escapaba de su cuerpo a medida que los manotazos perdían intensidad y su rostro se amorataba poco a poco. No notó que yacía muerto en sus manos hasta que no escuchó el sonido de su cuello al crujir como una ramita seca. El joven se quedó allí, sobre sus rodillas, mirando el cuerpo sin vida del primer hombre que había asesinado. Hacía un minuto era una criatura con aspiraciones, con sueños y anhelos. Y ahora sólo era un cascarón vacío. Como lo había sido él, antes de que le dieran una motivación, un camino a seguir. Los Dioses proveen.

Gladiador en las Arenas de Glitterhaegen

Aprovechando el ataque, huyó. Nunca supo quiénes eran esos guerreros blindados, sólo necesitaba saber que, al igual que él mismo, eran instrumentos de los Dioses Oscuros. Vagó por la espesura, sobreviviendo a duras penas a base de plantas silvestres y animales que atrapaba usando su astucia y ferocidad. Durante ese tiempo se preguntó varias veces de dónde había sacado ese nombre: Dioses Oscuros. Nadie le había hablado de ellos, y ni siquiera sabía si realmente eran dioses o algún otro tipo de fuerza mágica. Pero el fuego de su interior bullía con fuerza cuando pensaba en ellos, por lo que no necesitaba saber más. Al igual que los sacerdotes tenían su fe, él tenía esa certeza de que sus dioses existían y habían intercedido para salvarle.

Terminó en la llamada Ciudad de Oro, donde todo tenía un precio. Allí había mercados tan grandes que se perdían en el horizonte, pero nadie quería darle un trabajo ni limosna. Allí el dinero era más preciado que las vidas, y pronto se vio obligado a robar para sobrevivir. Sin embargo, Nada no era suficientemente habilidoso para ello. Había pasado meses encerrado, se había vuelto duro y fuerte, pero no era rápido ni sus movimientos ágiles. No obstante, tuvo la suerte de que no fuese la guardia local quien lo detuviera, sino un esclavista que vio en él una oportunidad única de hacer dinero.

Nada terminó dando con sus huesos en las arenas de gladiadores, luchando por su vida contra bestias salvajes y otros como él, pobres desgraciados con deudas que saldar y sólo una forma de hacerlo. Sus primeros combates fueron fáciles: él ya sabía lo que era arrebatar una vida, y tenía la motivación de la que otros carecían. A cambio, sus condiciones de vida mejoraron: era bien alimentado, podía dormir en un cómodo jergón e incluso le permitían yacer con alguna mujer de vez en cuando. Cada vida que arrebataba le llevaba a duelos más cruentos, en los que la sangre terminaba cubriendo su cuerpo por completo, hasta que finalmente su deuda fue saldada con creces.

Su antiguo dueño estuvo más que tentado de forzar su estancia, pero ¿cómo arriesgarse a mantener enjaulado contra su voluntad a un hombre como aquel? Siempre tendrás la puerta abierta, le dijo, y se despidieron. Pero ambos sabían que no volvería. Porque Nada ahora tenía un propósito en su vida, y lo mejor, tenía los medios para conseguirlo.

martes, 8 de septiembre de 2015

Comunidad Umbría - Némesis

En esta ocasión he aceptado el reto de diseñar la historia de un villano. Sin embargo, a medida que le daba vueltas, no me convencía la idea de un ser malvado porque sí, sin una problemática real y un dilema moral. Así que me planteé la pregunta: ¿Cómo ha llegado hasta aquí? En estas líneas descubriréis el por qué. Espero que os guste.


Némesis


Nathan inspiró el aire salado del puerto y lo retuvo en sus pulmones durante unos segundos antes de exhalar. Como cada noche, se permitió permanecer un largo minuto con los ojos cerrados disfrutando de los sonidos de la ciudad: la sirena de la patrulla de policía que avanzaba a toda velocidad por la avenida Madison, las risas de la pareja de enamorados que caminaban cogidos de la mano dos calles más allá, el ladrido nervioso del Yorkshire que había percibido su aroma y se preguntaba qué hacía en sus dominios… Luego volvió a abrir los ojos y comprobó su equipo. No importaba que aquella fuera la última noche de su vida como guardián de Somersville, estaba seguro que si algo le había mantenido sano y salvo todos esos años, era su rutina diaria. Los sistemas de la armadura mostraban unos niveles excelentes de energía, las armas estaban debidamente cargadas y las subrutinas de combate habían sido actualizadas esa misma mañana. Además, se sentía especialmente en forma.

Una de sus muchas virtudes era que nunca falta a su palabra, y aquel día no haría una excepción. Cuando su esposa Caroline le dijo con lágrimas de alegría que estaba embarazada, le prometió que dejaría su vida de héroe el día que su hijo cumpliera los dos años. En esa edad los niños empezaban a tener constancia del mundo a su alrededor y quería estar junto a él para educarle y protegerle. Se acabarían las vigilancias nocturnas y las desapariciones en mitad de la cena. Ahora se dedicaría en cuerpo y alma a ellos.

Además, tenía la tranquilidad de saber que no dejaba Somersville desamparada. Una nueva generación de héroes se había ofrecido a ayudarle en la tarea, y sabía que aunque él colgara las mallas, podrían hacer frente a las futuras amenazas que se cernieran sobre la ciudad. Aunque, por supuesto, no iba a dejar un trabajo inacabado. Con el paso de los años, había ido encerrando personalmente en la Prisión de Máxima Seguridad del estado a los mayores enemigos que Somersville había conocido: Conde Pesadilla, el Destacamento Infernal al completo, Saqueador y el terrorífico Necrópolis no eran ya sino un número más en los archivos de la policía gracias a su labor. Ahora sólo quedaba un último contrincante, uno extremadamente escurridizo que había escapado de sus intentos de detenerle en demasiadas ocasiones: El doctor Achenbach. Esa noche lo detendría de una vez y para siempre.

El doctor Achenbach era un reputado físico cuyos trabajos sobre el Singlet de Higgs, la llamada “partícula del tiempo”, le habían granjeado fama mundial. Sin embargo, un artículo publicado en una prestigiosa revista científica en la que ridiculizaban sus experimentos provocó que la opinión pública al respecto del doctor cambiara. Justo cuando lo estaba acariciando, perdió el Premio Nobel de Física, y las subvenciones gubernamentales que le permitían seguir con sus experimentos se esfumaron. El doctor Achenbach enloqueció, y juró que demostraría al mundo entero que la Partícula del Tiempo existía.

El resto sólo era historia. Tras instalarse en Somersville, el doctor se había propuesto construir el artefacto que le permitiría darle una bofetada al mundo entero por atreverse a ridiculizarlo. Sin embargo, su locura había desestabilizado su balanza moral por completo, y utilizaba su prodigiosa inteligencia para desarrollar peligrosas armas que vendía al mejor postor para así poder financiarse. Con el paso de los años, sus trabajos se volvieron más y más peligrosos, y Nathan no estaba dispuesto a permitir que el doctor Achenbach terminara su máquina, funcionara o no.

Tras comprobar por segunda vez su equipo y enviarle un mensaje de texto a su esposa para desearle buenas noches y recordarle que aquella sería la última vez que dormía sola, Nathan se colocó el casco de su armadura de combate y programó la ruta de vuelo hasta su objetivo. El laboratorio del doctor Achenbach se encontraba en las montañas al sur de Somersville, y había plagado la zona de trampas y plataformas automáticas de artillería para disuadir a los visitantes inesperados. Pero él estaba preparado. Así que cuando la dorada figura de su armadura comenzó a sobrevolar la zona y los cañones antiaéreos surgieron de sus escondites con la intención de derribarle, sacó el as bajo la manga que tantos meses le había costado conseguir: un virus informático que inutilizaría temporalmente los dispositivos de defensa durante unos minutos, el tiempo suficiente para llegar hasta el doctor y detenerle.

Nathan llegó sin problemas hasta el laboratorio y liberó una poderosa descarga energética para derribar uno de los muros. El cemento y la lámina de acero incrustado se derritieron como mantequilla caliente, y el héroe sólo tuvo que propinarle un puñetazo para llegar hasta el interior. Tal y como esperaba, allí se encontraba el profesor, enfrascado en ultimar los detalles de su dispositivo. Ni siquiera se preocupó de girarse hacia Nathan, aunque era imposible que no se hubiera dado cuenta de su llegada por el alboroto que el héroe había causado.

- Doctor Achenbach, me temo que ha llegado la hora de trasladarse a su nuevo alojamiento en la Prisión de Máxima Seguridad del estado – anunció, solemne, a través de los sistemas de comunicaciones de la armadura – Como bien sabe, el alcalde me ha dado plenos poderes y…

- Sí, sí. El alcalde te ha dado plenos poderes para reducirme y trasladarme a ese agujero, me conozco el discurso. – la aguda voz del doctor sonaba cansada, como si llevara varios días sin dormir – Ha sido una excelente actuación la tuya, Caballero. No sabía que fuera posible que alguien pirateara mi algoritmo, pero veo que eres tan infalible como siempre has demostrado.

Caballero avanzó lentamente hacia el doctor mientras comprobaba que las rutinas de defensa estuvieran activadas. El hombrecillo estaba arrodillado bajo un enorme artefacto, y cuando salió estaba completamente sudoroso y cubierto de grasa.

- No te haces una idea de lo mucho que he esperado este día, Caballero. Por fin he podido terminar mi máquina, ¡y nada menos que el héroe de Somerville para ser testigo de mi grandeza! Te presento, ¡el Proyecto Ucronía! – el científico hizo un giro teatral y señaló al artefacto a su espalda, y Nathan se permitió unos segundos para observar el fruto de tantos años de trabajo. Tenía el mismo tamaño que un apartamento de soltero, y la mayor parte del cuerpo estaba conformado por una decena de anillos concéntricos transparentes. Una miríada de cables surgían de los laterales, como una desmelenada cabellera amarilla y roja

- No puedo negar que es impresionante, doctor – confesó.

- ¡Gracias, gracias! – respondió, visiblemente emocionado – Sabía que alguien como tú apreciaría el trabajo bien hecho. Verás, como bien sabes, mis estudios planteaban la existencia del Singlet de Higgs, una partícula mucho más compleja que el Bosón, ya que tiene la particularidad de existir en dos realidades distintas al mismo tiempo. Sin embargo, se requiere de una tremendísima cantidad de energía para poder hacerlo estable, ¡y para eso sirve esta máquina! Es mi propia versión del colisionador de hadrones, que me permitirá utilizar la resonancia de los bariones y los mesones exóticos para materializar el Singlet de Higgs. ¿No es maravilloso?

Nathan era un hombre culto, y había estudiado el trabajo del doctor Achenbach para conocer más íntimamente a su enemigo. Sin embargo, aquel discurso se estaba volviendo demasiado complicado hasta para él, así que decidió cortar por lo sano.

- Lo siento mucho, doctor, pero me temo que esto es demasiado peligroso para permitirle continuar con ello. Ahora, me facilitaría mucho las cosas si me acompaña sin oponer resistencia.

- Oh, pero mi querido amigo, lo que no entiendes es que mi dispositivo lleva calibrándose desde que has entrado y ya está listo para funcionar – dijo, con una mirada enloquecida mientras daba un puñetazo al interruptor de encendido de la máquina.

Como si de una onda electromagnética se tratara, la habitación se llenó rápidamente de un fulgor ambarino que derribó a Nathan. Los sistemas de la armadura comenzaron a fallar estrepitosamente mientras las subrutinas de soporte vital empezaban a corromperse una tras otra. De repente, estaba encerrado en su propia armadura, ahogándose por el vacío letal que se había formado en el interior. Con un rápido movimiento, liberó las abrazaderas de seguridad y se quitó el casco para poder respirar. Aún atontado por el repentino fallo de los sistemas, Nathan miró por primera vez con sus propios ojos el laboratorio del doctor Achenbach, ahora teñido de un tono anaranjado mientras los tubos transparentes de la máquina brillaban con una luz cegadora. A su lado, riendo como un demente, el doctor observaba el espectáculo como un niño en Navidad, y Caballero por fin cayó en la cuenta de que había algo que se le escapaba. El doctor había llamado al artefacto Proyecto Ucronía.

- Esta máquina no es sólo para encontrar su Partícula del Tiempo, ¿verdad? – dijo, frunciendo el ceño –  Considerando las órdenes internacionales de detención que existen sobre usted, de nada le serviría hacer este descubrimiento. Ningún organismo le reconocería.

Por primera vez el doctor Achenbach fijó su mirada en la suya, y Nathan pudo apreciar en sus ojos el abismo de locura que había tras ellos.

- Eres muy perspicaz, Caballero – dijo. Ahora que podía ver el rostro que se escondía tras la armadura no le resultaba difícil reconocer al multimillonario Nathan Faust, dueño de una de las corporaciones multinacionales más poderosas del planeta. Sin embargo, había decidido seguir llamándole por su nombre de guerra – Como bien dices, de poco me serviría. Pero esta máquina no sólo materializa el Singlet de Higgs, sino que lo sobrecarga con suficiente energía para iluminar toda Norteamérica durante una semana. ¡Cuando explote, provocaré una singularidad espaciotemporal que me permitirá regresar al pasado y recuperar mi nombre y mi prestigio! ¡Y nadie puede detenerme! ¡Ni siquiera tú, héroe! 

Aquello fue más que suficiente para Nathan. No necesitaba ser un físico de partículas para saber que una detonación de tales características quizás no abriría una fisura en el tejido de la realidad, pero sí que provocaría una onda expansiva que barrería Somersville del mapa. Miles de vidas segadas en un instante. Su mujer y su hijo. Con un gesto solemne, alzó el brazo mientras notaba cómo los sistemas de armamento de la mano reaccionaban al gesto.

- ¡No! – alcanzó a gritar el doctor Achenbach, mientras se abalanzaba sobre Nathan en el mismo instante que un chorro de energía calorífica surgía del guantelete del héroe en dirección al dispositivo. Como si se tratara de una coreografía cuidadosamente orquestada, el pulso llegó en el preciso momento en que los tubos de fibrocristal de la máquina estallaron al no soportar la presión de la energía que estaban conteniendo, liberando unas partículas que no chocaban entre sí desde que el Universo se formó por primera vez. La realidad, el tiempo y el espacio se entremezclaron en un romántico abrazo que poco tenía de hermoso para los presentes.

Nathan Faust sintió cómo fuerzas primigenias tiraban de cada átomo de su cuerpo en todas direcciones, mientras a su alrededor todo se volvía de un blanco cegador. Su armadura de alta tecnología, sometida a unas altísimas temperaturas, reventó en pedazos, pero su rostro se llevó la peor parte. Al no disponer de la protección que disponía el resto del cuerpo, se abrasó, causándole unas terroríficas heridas y un dolor tan intenso que le dejó inconsciente. Mientras el universo a su alrededor se retorcía como un pez fuera del agua, reorganizando su esencia de la forma que mejor le convenía, el joven  héroe se sumía en las tinieblas sin saber si despertaría de aquella pesadilla.

Cuando lo hizo,  quiso morir.

Antes siquiera de abrir los ojos, sintió el dolor y el ardor en el rostro, tan intenso que quería arrancarse la cabeza de los hombros. Además, tenía las extremidades entumecidas, y cada leve movimiento le dolía, como si estuviera tumbado sobre un lecho de espinas.  De fondo escuchaba un sonido rítmico, un pitido que se sucedía cada segundo aproximadamente. No tardó en reconocer la característica melodía de un monitor de constantes vitales, el aroma de productos desinfectantes y antisépticos, el roce áspero de las sábanas baratas. No había duda, se encontraba en un hospital.

Lentamente, a medida que los minutos transcurrían en el reloj, Nathan fue poco a poco más y más consciente de su alrededor. En cuanto abrió los ojos y sintió cómo le escocían los ojos por la luz del sol que entraba por la ventana, comprobó que, efectivamente, estaba en una habitación individual de hospital. Tenía el rostro vendado, y eso hizo recordar el intenso dolor que sufrió cuando el doctor Achenbach activó su dispositivo. ¿Tan horribles habían sido las quemaduras?

Finalmente alguien llegó con respuestas. Cuando se arrancó los sensores del monitor del pecho, un equipo médico acudió para responder a la alarma y comprobó que en realidad estaba sano y salvo, despierto del coma en el que llevaba sumido desde hacía un mes. Sin documentación, completamente cubierto de heridas y con el rostro irreconocible, lo tomaron como una víctima de un robo violento y lo atendieron. Sin embargo, las huellas dactilares no se encontraban en la base de datos de la policía, así que sólo podían esperar a que despertara y revelara quién era.

La historia tenía sentido, no obstante, había cosas que no encajaban en el esquema mental de Nathan. Para empezar, cuando les dijo que era Nathan Faust y a qué se dedicaba, no parecían conocerle. De hecho, la corporación Faust no existía ni había existido nunca. Tampoco se encontraban en Somersville, y ninguna ciudad de los alrededores recibía ese nombre. Pronto la amabilidad con que le habían tratado empezó a desaparecer cuando empezaron a pensar que sufría algún tipo de problema mental. Sin documentación ni dinero, no tardó la policía a pasarse por su habitación para hacerle algunas preguntas para las que no tenía respuestas. Al menos, ninguna que ellos creyeran. Nathan Faust no existía.

Además, se encontraba el asunto de su rostro. De una manera inconsciente había evitado preguntar al respecto, pero fue el doctor Williamson, el médico que se había encargado de atenderle, quien se sentó con él para revelarle lo que más temía. Le explicó que había sufrido unas quemaduras terribles en el 90% de la cabeza y el cuello, unas quemaduras producidas por una sustancia desconocida y que había hecho imposible la reconstrucción facial. De alguna forma, el tejido epitelial se había quemado y cauterizado casi al instante, y no disponían de los medios para ayudarle. Nathan quedó destrozado por la noticia, pero sus sentimientos no fueron nada comparados al dolor que sintió cuando le retiraron las vendas y vio con horror en qué se había convertido. Sus antiguas facciones, que recordaban vagamente a las de su difunto padre, habían desaparecido. Ahora no quedaba más que una grotesca calavera negra de tejido y huesos fusionados y calcinados. Un monstruoso ser surgido de las peores pesadillas.

No entendía qué estaba sucediendo. No sabía dónde estaba, ni dónde se encontraba su familia. ¿Tenía todo aquello que ver con el experimento del doctor Achenbach? ¿Habían tenido éxito sus enloquecidas teorías y había cambiado algo del pasado? Necesitaba respuestas, y desde luego, no las encontraría tumbado en una cama de hospital, escuchando los cuchicheos de las enfermeras detrás de la puerta y sus expresiones de asco cuando pasaban a aplicarle los curas pertinentes. Aprovechando el cambio de turno, robó algo de ropa de los vestuarios y escapó al abrigo de la noche.

El frío era reconfortante. Aliviaba el dolor de su rostro y aclaraba sus ideas. Como un vagabundo se adentró en la ciudad esquivando a la gente a fin de no llamar la atención. Sin lugar a dudas no era Somerville, ni ninguna ciudad que conociera. Cuando utilizó un teléfono público para llamar a su casa, descubrió con consternación que el número no existía. Empezó a dolerle la cabeza, y las preguntas se agolpaban sin poder encontrar respuesta.

Entonces lo vio.

Se encontraba en una calle céntrica, en la que grandes edificios con anuncios de neón se alzaban como silenciosos vigilantes. En uno de ellos, un enorme monitor mostraba las noticias del día, donde un hombre con una armadura de combate parecía explicar cómo había salvado a un grupo de inocentes de un incendio. Tenía el rostro al descubierto, como si no le importara revelar su identidad, y eso fue lo que le permitió reconocerle. Sus facciones habían cambiado ligeramente, era más joven y robusto, pero no podía negar que era el mismísimo doctor Achenbach. ¿Qué estaba sucediendo?

Tras refugiarse en un parque cercano para soportar la impresión y reorganizar sus pensamientos, decidió que vagando por las calles no encontraría respuestas. Al amparo de la noche, se infiltró en una casa rompiendo el cerrojo y utilizó su ordenador. También aprovechó para llenarse el estómago de algo más que insípida comida de hospital. De alguna forma, no le preocupaba haber entrado sin permiso o haber robado comida. Era como si su equilibrio moral fuera algo menos estricto que antes. En internet no tardó en encontrar las respuestas que buscaba. El doctor Achenbach, quien ahora se hacía llamar Guardián, había aparecido en la ciudad hacía aproximadamente tres semanas, portando una armadura de combate y erigiéndose defensor de los inocentes. Al igual que lo había sucedido con su identidad, también había desaparecido la del profesor: no había rastro de sus estudios ni su carrera criminal. ¿Había cambiado el pasado?

Entonces lo recordó.  Las cosas habían sido demasiado confusas hasta ahora, por eso no había caído en la cuenta, pero ahora venía a su mente tan nítido como si lo acabara de escuchar. Achenbach había  dicho que el Singlet de Higgs era una partícula que tenía la particularidad de existir en dos dimensiones al mismo tiempo.

Así que así había sido. Ese malnacido no había retrocedido en el tiempo, les había enviado a ambos a una realidad, a otro mundo. Un mundo lejos de su familia, de su mujer y su hijo. Un mundo en el que él no era nadie, y Achenbach tenía el reconocimiento que siempre había querido. Eso le enfureció. Era como si le hubiera arrebatado todo su mundo de un plumazo. No sólo eso, sino que además le había convertido en un monstruo. De un fuerte manotazo envió el ordenador al suelo y salió de la casa.

Las cosas habían cambiado, todo había cambiado, y Nathan notaba cómo él también. Estaba furioso, y mientras se dejaba abrazar por las sombras de la noche, sintió cómo una fría determinación crecía dentro de él. Haría lo que fuese por deshacer lo que había hecho Achenbach. Reconstruiría su dispositivo, el Proyecto Ucronía, y regresaría a casa. Haría todo lo que estuviera en su mano para conseguirlo.

Y aplastaría a todo aquel que intentara detenerle.

martes, 21 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Lágrimas en una Noche de Octubre

Lágrimas en una Noche de Octubre

Las maletas llevaban preparadas una semana, quizás para asegurarse de que nada impidiera a Salvador coger ese autobús. El billete comprado. Un billete sólo de ida. Su madre ya había incluso empezado a mirar revistas de decoración para saber qué haría con su habitación, sin preguntarse siquiera cómo podría afectar al muchacho ver lo fácil que a ella le resultaba deshacerse de todo lo que recordaba a Salvador.

El verano había sido un infierno. Era el verano del despertar de las habilidades únicas del joven. De las pesadillas. De las lágrimas de su madre mientras seguía mirando a la puerta esperando a que él regresara. De las copas a las 10 de la mañana. De los reproches. De las comidas preparadas en el microondas. De repasar una y mil veces la web pública de la Fundación Costa. De despertarse en mitad de la noche con los gritos de su madre navegando en los vapores de la ginebra recordándole por qué no eran una familia feliz. De los incómodos mensajes de móvil explicando que ya no regresaría al instituto en Septiembre, que algo había pasado, que todo había cambiado.

Pero sobre todo, había sido el verano en el que la hizo llorar por primera vez. No a su madre, sino a ella. A Samantha. La joven que despertó en Salvador sus primeros sentimientos románticos, convirtiéndose en su musa secreta. La joven que le había ayudado a tener amigos en el instituto, a no sentarse a solas durante los recreos, a recorrer las empedradas calles de Toledo cantando a la luna trilladas canciones de Platero y Tú. Era una parte tan importante de su vida, que cuando le dijeron cuál sería su nuevo destino, en lo único que pensó era que no la volvería a ver. Amor, amistad, devoción, entrega. No sabía bien qué era lo que sentía por ella, pero sí tenía claro que no quería perderla. Y así se lo dijo.

Era principios de Septiembre y aún hacía calor. Sentados en las gradas de la pista de atletismo de la Escuela de Gimnasia, Salvador no encontraba el momento de soltar la bomba. Ella le conocía, por supuesto. Le conocía mejor que él mismo, así que sólo tuvo que mirarle a los ojos con su enigmática sonrisa y las palabras brotaron de sus labios sin que él pudiera controlarlas. Me voy, le dijo. Me voy y no creo que pueda volver nunca. Ella le miró, quizás esperando que él siguiera hablando, explicando el motivo de aquella noticia. Esperando que le dijera que se marcharía fuera a estudiar una carrera. Esperando que le dijera que seguirían viéndose los fines de semana. Esperando palabras que nunca salieron de sus labios. Le explicó lo que había pasado en casa de sus abuelos. Le enseñó lo que sabía hacer, lo que sentía en el asfalto, en el cemento, el ladrillo y el plástico. Le explicó que su madre había entrado en una espiral de autodestrucción por la marcha del cabeza de familia. Le explicó que debía ir a la Fundación a aprender sobre sus habilidades y sobre sí mismo. Pero que se quedaría allí. Le explicó que no tendría un hogar al que regresar.

La sonrisa inicial de Samantha se fue desdibujando lentamente a medida que Salvador destruía todo con cada palabra. Y pronto sus ojos se llenaron de lágrimas. Hasta entonces él no lo había aprendido, pero ella era muy discreta para llorar. No se estremeció desencajada como una actriz de telenovela o se abrazó a él buscando consuelo. Sólo se quedó ahí, mirándole imperturbable mientras las lágrimas desbordaban y caían por sus mejillas, escuchando cómo Salvador le dejaba claro que en pocas semanas saldría de su vida, quizás para siempre. Y ella hizo lo que debía hacer, dedicarle la más cándida de sus sonrisas mientras aún manchaba su camiseta de lágrimas, dándole la enhorabuena, asegurando que él sí que tendría una vida feliz ahora que podía salir de aquel pueblo grande. Pero Salvador sabía que algo se había roto en su pecho. Samantha habría podido tener los amigos que quisiera, el chico que quisiera, pero había preferido tener a aquel chico tímido como mejor amigo, y ahora ese chico la abandonaba. No porque quisiera, pero la abandonaba. Y eso le hizo sentirse peor que saber que no la volvería a ver. El móvil sonó y ella se despidió con un abrazo, obligándole a prometer que quedarían antes de que se marchara. Haciéndole prometer que irían a ver aquella película al cine y a probar esa hamburguesa nueva. Haciéndole prometer un último paseo por las murallas bajo la luz de las estrellas.

Los días pasaron y se transformaron en semanas, y Salvador no encontraba el valor para volver a ver sus ojos. No hubo película, ni hamburguesa, ni paseo por las murallas. No hubo llamadas, y el teléfono de Salvador acumulaba decenas de mensajes sin leer. Un teléfono que ya apestaba a tristeza y soledad, y que provocaba náuseas al muchacho con sólo tenerlo en sus manos. Sentado en su cama, con las maletas en un rincón y el billete junto a la puerta, Salvador pasó su último día viendo cómo el sol se hundía en el horizonte manchego. Sin fiestas de despedida. Sin abrazos. Sólo una frase lapidaria de su madre asegurando que saber que mañana estaría lejos de allí será lo mejor que le ha pasado nunca. Una despedida acorde a un verano para olvidar.

Los grillos trinaban cuando Salvador salió del portal de su casa aquella noche. No podía dormir, pero aunque hubiera estado muerto de sueño, le habría resultado imposible hacerlo. En su mente sólo estaba la sonrisa bañada en lágrimas de Samantha. Y sabía que debía cambiar esa imagen antes de marcharse. Las calles estaban llenas de silencio, roto esporádicamente por las risas cómplices de parejas abrazadas y los coches que alumbraban la figura de un Salvador que recorría el camino hasta su casa por centésima vez. Ella vivía con sus padres en una antigua casa restaurada de gruesos muros y ventanas estrechas con una vista espectacular de la Escuela de Infantería. Tan parecida a un castillo que la imagen de una princesa atrapada en su torreón asomó en la mente de Salvador cuando la vio sentada en el alféizar mirando a la luna de Otoño. Has tardado, dijo ella, cuando salió por la puerta con su pijama de verano. Sabía que tardarías en venir pero has esperado hasta el último momento. Sabía que vendrías a buscarme y te has asegurado de exprimir hasta el último minuto antes de hacerlo. No es de caballeros hacer esperar tanto a una chica, le dijo, cruzándose de brazos con mal fingida molestia.

Lo siento, dijo él finalmente. Siento haber tardado tanto. Siento haber destruido lo que había entre nosotros. Siento haberme convertido en un monstruo. Sus palabras fueron interrumpidas por un abrazo sincero, uno que borró toda pena de su alma, uno que le hizo estremecer. Quizás el primer abrazo de verdad de toda su vida. No eres un monstruo. Eres mi amigo, mi mejor amigo. Y luego se quedó ahí, a poca distancia de su rostro, mirando a sus ojos azules iluminados por la luna, con una sonrisa triste que le pedía que no se fuera. Y él se perdió en los suyos, ignorando el calor y el cansancio, disfrutando del sonido de su respiración, del tacto de sus brazos alrededor de su cuello, del olor de su champú perfumando la noche. Y finalmente, ella se separó, limpiando con la manga sus lágrimas pero dedicándole la mejor de sus sonrisas para que él nunca la olvidara. Una sonrisa que se grabaría a fuego en su memoria y que plasmaría una y mil veces en barro y en papel. Una sonrisa que le recordaría que, al menos durante unos minutos, aquella noche de Octubre, no había Fundación, no había poderes, no había instituto ni despedida.

Aquella noche de Octubre sólo estaban ellos.

lunes, 20 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Aquella vez la sesión fue trasladada a la playa. Aún hacía buen tiempo, y no se habían instalado las molestas corrientes de aire que causaban pequeños remolinos de arena. Ignacio había elegido aquel lugar porque Salvador no podría percibir apenas impresiones y además a él le permitía tener visibilidad de quién llegaba. Lo último que ambos necesitaban era rumores acerca de un alumno y un miembro del profesorado teniendo un encuentro secreto.

El muchacho fue puntual, como la primera vez. Pese a que hacía calor, llevaba una chaqueta de chándal y unos vaqueros, en contraste con la camiseta de manga corta que usaba el psicólogo. Éste había llevado únicamente una libreta y la carpeta de Salvador, además de una pequeña nevera portátil con algo de beber para matar la sed.

- Te agradezco la puntualidad. Los chicos de tu edad suelen ser bastante descuidados con estas cosas, pero tú has llegado justo a la hora – dijo, señalando su reloj de pulsera - ¿Te resulta más cómodo este sitio?

La habitual tensa posición corporal de Salvador se había suavizado, e Ignacio descubrió que venía inspirando profundamente, inhalando el aroma a agua de mar. Siendo del sur, él estaba acostumbrado a ese tipo de olores, y a menudo se olvidaba de lo que tenía que significar para un chico como él poder pasear por la playa, jugar con la arena o respirar el aroma del mar a diario.

- Sí, muchas gracias – respondió, con una forzada sonrisa, para luego sentarse en la tradicional manta de cuadros ante el gesto de Ignacio - ¿Seguro que esto está bien? ¿No le llamará la atención la Jefa de Estudios por venir con un alumno a la playa?

Era evidente que el muchacho se sentía algo incómodo por la situación, lo que no iba a ayudarle en absoluto a traspasar la coraza emocional que se había forjado desde que había llegado. Sin embargo, Ignacio comprendía su reticencia: la playa era uno de los pocos sitios no vigilados por Jeffrey, y era lo suficientemente adulto para saber de lo que eran capaces algunos adultos cuyas inclinaciones sexuales eran poco habituales.

- No te preocupes, cada una de mis sesiones está adecuadamente registradas por Jeffrey y tanto la Jefa de Estudios como el Director saben que hoy íbamos a estar aquí. Ten por seguro que si hubiera algún problema, no me habrían dejado montar todo esto – dijo, conciliador. Sabía que asegurar que Pánico estaba al tanto de todo aquello le iba a permitir tranquilizar a Salvador – Así que empecemos, si te parece bien.

"Lo que me interesaría saber, sobre todo, es el por qué de tu actitud. Entiendo que estás pasando por una época difícil. La adolescencia es brutal para cualquier chico, y además tú tienes unas habilidades únicas, lo que lo hace todo mucho más difícil. Pero me juego el pellejo a que esto viene de antes. Dime, ¿cómo fue descubrir lo que… bueno, que eres un escultor?"

El muchacho suspiró. Era algo que seguramente había repasado una y mil veces, quizás planteándose la posibilidad de que fuera algo pasajero y que podía regresar a su vida anterior. Cuando Ignacio le preguntó, dejó la mirada fija en el horizonte, justo donde el mar abrazaba al cielo con dedos de espuma.

- Cuando éramos pequeños – dijo, al fin – jugábamos a ser superhéroes. Daba igual de dónde fueran, porque todos teníamos nuestros favoritos. A mí me gustaban los de aquí, quizás por eso mismo, por ser españoles. Mi madre es funcionaria, así que he mamado desde pequeño lo que significa trabajar para el Estado. Me encantaba encarnar a Ladrillo, a Látigo, incluso al Alquimista, y hacer ruidos con la boca mientras jugaba en el Parque de las Tres Culturas con mis amigos. No nos planteábamos que algo así nos pudiera pasar a nosotros. No hasta que poco antes de cumplir doce años, mi amigo Fernando dejó de venir al colegio de repente. Al principio pensábamos que estaba enfermo. Luego, que lo habían trasladado de colegio. La verdad era que lo habían trasladado, sí, pero a una institución del Gobierno que formaba… bueno, como la Fundación, pero pública, usted ya me entiende.

Ignacio asintió. Una de las ventajas de trabajar en la Fundación era que disponía de acceso a según qué información que afectara a niños especiales como Salvador. El sitio en cuestión era la División M, una institución relativamente secreta que reclutaba a jóvenes que pueden resultar un peligro para la seguridad nacional, educándoles para aprender a controlar sus habilidades y, según las malas lenguas, convertirlos en agentes al servicio del Gobierno. Ignacio rechazaba ese tipo de prácticas. Esos jóvenes necesitaban ser educados y permitirles elegir su propio destino. Convertirles en armas era un grave error.

- Entonces fue cuando nos dimos cuentas que ese mundo no nos quedaba tan lejos. Que quizás un día nos despertaríamos y veríamos que éramos… bueno, especiales. Yo ya había aprendido en el instituto que las anomalías genéticas se transmitían de padres a hijos, y bueno, nadie de mi familia tiene poderes, somos bastante aburridos. Así que no tenía miedo de que a mí me pasara algo así. Era… feliz.

Salvador narraba su historia como si en realidad no fuera suya. Como si fuera el invisible titiritero que manejara los personajes tras el telón, observando cómo el público se deleita con sus desventuras. Sin embargo, esa forma de evadirse le estaba permitiendo exprimir su historia con ganas, contando cada pequeño detalle, permitiendo a Ignacio conocerle íntimamente.

- Fue hace dos años, en el verano, cuando tenía trece años. Mi padre se había vuelto a ir a uno de sus viajes de negocios, y mi madre aprovechó para que nos fuéramos al pueblo de mis abuelos unos días. Allí apenas tenía amigos, pero me hacía sentir bien, ¿sabes? Por aquel entonces no sabía por qué era, pero ya empezaba a percibir las impresiones de las cosas. Cuando íbamos al pueblo, allí había campo, bosque, montaña… no me dolía la cabeza, no tenía náuseas… Una noche, después de comerme un helado, me acosté con fiebre. Mi madre no le dio mayor importancia, pero mi abuela me puso unas compresas frías en la frente y me canturreó hasta que me quedé dormido. Tuve unas pesadillas horribles, en las que soñaba que me hundía en arenas movedizas, o que intentaba escapar de unos monstruos y la tierra me tragaba. Lo malo era que en realidad no estaba soñando. Cuando escuché los gritos de mi madre y mi abuela, me desperté y vi que toda la habitación estaba fundida, como si estuviera hecha de cera. Sólo se salvó el somier, que era de madera, de los antiguos. Tuvieron que llamar a los bomberos para sacarme de allí, mientras no dejaba de llorar. Mi madre también lloraba. Y mis abuelos me miraban como si no me reconocieran. Fue horrible.

Una lágrima se escapó y recorrió la mejilla, abriéndose camino por su mentón hasta caer en la arena. Sin embargo, Salvador no había cambiado la expresión. Era evidente que el recuerdo era muy doloroso, pero el joven había aprendido a dominar sus emociones hasta tal punto que podía estar sufriendo lo indecible por dentro y no manifestarlo. Ignacio le entregó un pañuelo y propinó un suave apretón en su hombro para confortarle.

- ¿Fue entonces cuando se enfrió la relación con tu madre? – preguntó finalmente. Había sido la madre quien había solicitado la estancia permanente de Salvador en la Fundación Costa, y dudaba que lo hubiera hecho si amara a su hijo.

- No, qué va. Mi madre me quería mucho. Incluso después de lo del primer día, me seguía tratando de la misma forma. Me compró incluso un ordenador portátil para que me entretuviera durante aquellos días en casa de mis abuelos. No sé, era como si quisiera compensarme con algo. Eso me hizo sentir bien. Era… bueno, soy un maldito mutante pero mi madre me sigue queriendo, ¿sabes? Allí apenas había cobertura, así que me padre no se enteró de lo que había pasado hasta que no llegó… y  bueno, entró en shock. Cuando mi madre le contó lo que pasó, al principio no se lo creía, luego me miró a los ojos, quizás buscando algo ahí dentro, y salió de casa dando un portazo. Regresó a las pocas horas, ya de madrugada, y les oí discutir. A la mañana siguiente su coche ya no estaba, y mi madre me dijo que se había ido. Que era mi culpa. Me culpaba de todo. De que mi padre se hubiera marchado, de su discusión… Me decía que iba a ser imposible seguir con su estilo de vida sin el sueldo de mi padre, y que tendría yo que ponerme a trabajar. Luego se enteró de la Fundación y la beca… y bueno, el resto es historia. Fue como… - nuevas lágrimas salieron buscando la libertad – como si pese a que apenas le veía, mi padre fuera todo su mundo. Me juego el cuello a que cuando subí al autobús cogió el coche y se fue a buscarlo.

- Tuvo que ser duro – dijo. Era lo poco que podía decir. La crudeza de su historia era tal, que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas – Pero, ¿te has parado a pensar que quizás no fue por tu culpa? ¿Qué quizás la relación de tus padres estaba ya deteriorada, y que esa discusión fue la gota que colmó el vaso? ¿Qué tu madre pagó contigo su frustración, y que ahora se siente tan culpable que prefiere no afrontar una conversación con su hijo, y lo encierra en este sitio para no verlo nunca más?

Salvador alzó la mirada, clavando en el psicólogo sus tristes ojos azules.

- Y dime, Ignacio. ¿Crees que eso me hace sentir mejor?