martes, 8 de septiembre de 2015

Comunidad Umbría - Némesis

En esta ocasión he aceptado el reto de diseñar la historia de un villano. Sin embargo, a medida que le daba vueltas, no me convencía la idea de un ser malvado porque sí, sin una problemática real y un dilema moral. Así que me planteé la pregunta: ¿Cómo ha llegado hasta aquí? En estas líneas descubriréis el por qué. Espero que os guste.


Némesis


Nathan inspiró el aire salado del puerto y lo retuvo en sus pulmones durante unos segundos antes de exhalar. Como cada noche, se permitió permanecer un largo minuto con los ojos cerrados disfrutando de los sonidos de la ciudad: la sirena de la patrulla de policía que avanzaba a toda velocidad por la avenida Madison, las risas de la pareja de enamorados que caminaban cogidos de la mano dos calles más allá, el ladrido nervioso del Yorkshire que había percibido su aroma y se preguntaba qué hacía en sus dominios… Luego volvió a abrir los ojos y comprobó su equipo. No importaba que aquella fuera la última noche de su vida como guardián de Somersville, estaba seguro que si algo le había mantenido sano y salvo todos esos años, era su rutina diaria. Los sistemas de la armadura mostraban unos niveles excelentes de energía, las armas estaban debidamente cargadas y las subrutinas de combate habían sido actualizadas esa misma mañana. Además, se sentía especialmente en forma.

Una de sus muchas virtudes era que nunca falta a su palabra, y aquel día no haría una excepción. Cuando su esposa Caroline le dijo con lágrimas de alegría que estaba embarazada, le prometió que dejaría su vida de héroe el día que su hijo cumpliera los dos años. En esa edad los niños empezaban a tener constancia del mundo a su alrededor y quería estar junto a él para educarle y protegerle. Se acabarían las vigilancias nocturnas y las desapariciones en mitad de la cena. Ahora se dedicaría en cuerpo y alma a ellos.

Además, tenía la tranquilidad de saber que no dejaba Somersville desamparada. Una nueva generación de héroes se había ofrecido a ayudarle en la tarea, y sabía que aunque él colgara las mallas, podrían hacer frente a las futuras amenazas que se cernieran sobre la ciudad. Aunque, por supuesto, no iba a dejar un trabajo inacabado. Con el paso de los años, había ido encerrando personalmente en la Prisión de Máxima Seguridad del estado a los mayores enemigos que Somersville había conocido: Conde Pesadilla, el Destacamento Infernal al completo, Saqueador y el terrorífico Necrópolis no eran ya sino un número más en los archivos de la policía gracias a su labor. Ahora sólo quedaba un último contrincante, uno extremadamente escurridizo que había escapado de sus intentos de detenerle en demasiadas ocasiones: El doctor Achenbach. Esa noche lo detendría de una vez y para siempre.

El doctor Achenbach era un reputado físico cuyos trabajos sobre el Singlet de Higgs, la llamada “partícula del tiempo”, le habían granjeado fama mundial. Sin embargo, un artículo publicado en una prestigiosa revista científica en la que ridiculizaban sus experimentos provocó que la opinión pública al respecto del doctor cambiara. Justo cuando lo estaba acariciando, perdió el Premio Nobel de Física, y las subvenciones gubernamentales que le permitían seguir con sus experimentos se esfumaron. El doctor Achenbach enloqueció, y juró que demostraría al mundo entero que la Partícula del Tiempo existía.

El resto sólo era historia. Tras instalarse en Somersville, el doctor se había propuesto construir el artefacto que le permitiría darle una bofetada al mundo entero por atreverse a ridiculizarlo. Sin embargo, su locura había desestabilizado su balanza moral por completo, y utilizaba su prodigiosa inteligencia para desarrollar peligrosas armas que vendía al mejor postor para así poder financiarse. Con el paso de los años, sus trabajos se volvieron más y más peligrosos, y Nathan no estaba dispuesto a permitir que el doctor Achenbach terminara su máquina, funcionara o no.

Tras comprobar por segunda vez su equipo y enviarle un mensaje de texto a su esposa para desearle buenas noches y recordarle que aquella sería la última vez que dormía sola, Nathan se colocó el casco de su armadura de combate y programó la ruta de vuelo hasta su objetivo. El laboratorio del doctor Achenbach se encontraba en las montañas al sur de Somersville, y había plagado la zona de trampas y plataformas automáticas de artillería para disuadir a los visitantes inesperados. Pero él estaba preparado. Así que cuando la dorada figura de su armadura comenzó a sobrevolar la zona y los cañones antiaéreos surgieron de sus escondites con la intención de derribarle, sacó el as bajo la manga que tantos meses le había costado conseguir: un virus informático que inutilizaría temporalmente los dispositivos de defensa durante unos minutos, el tiempo suficiente para llegar hasta el doctor y detenerle.

Nathan llegó sin problemas hasta el laboratorio y liberó una poderosa descarga energética para derribar uno de los muros. El cemento y la lámina de acero incrustado se derritieron como mantequilla caliente, y el héroe sólo tuvo que propinarle un puñetazo para llegar hasta el interior. Tal y como esperaba, allí se encontraba el profesor, enfrascado en ultimar los detalles de su dispositivo. Ni siquiera se preocupó de girarse hacia Nathan, aunque era imposible que no se hubiera dado cuenta de su llegada por el alboroto que el héroe había causado.

- Doctor Achenbach, me temo que ha llegado la hora de trasladarse a su nuevo alojamiento en la Prisión de Máxima Seguridad del estado – anunció, solemne, a través de los sistemas de comunicaciones de la armadura – Como bien sabe, el alcalde me ha dado plenos poderes y…

- Sí, sí. El alcalde te ha dado plenos poderes para reducirme y trasladarme a ese agujero, me conozco el discurso. – la aguda voz del doctor sonaba cansada, como si llevara varios días sin dormir – Ha sido una excelente actuación la tuya, Caballero. No sabía que fuera posible que alguien pirateara mi algoritmo, pero veo que eres tan infalible como siempre has demostrado.

Caballero avanzó lentamente hacia el doctor mientras comprobaba que las rutinas de defensa estuvieran activadas. El hombrecillo estaba arrodillado bajo un enorme artefacto, y cuando salió estaba completamente sudoroso y cubierto de grasa.

- No te haces una idea de lo mucho que he esperado este día, Caballero. Por fin he podido terminar mi máquina, ¡y nada menos que el héroe de Somerville para ser testigo de mi grandeza! Te presento, ¡el Proyecto Ucronía! – el científico hizo un giro teatral y señaló al artefacto a su espalda, y Nathan se permitió unos segundos para observar el fruto de tantos años de trabajo. Tenía el mismo tamaño que un apartamento de soltero, y la mayor parte del cuerpo estaba conformado por una decena de anillos concéntricos transparentes. Una miríada de cables surgían de los laterales, como una desmelenada cabellera amarilla y roja

- No puedo negar que es impresionante, doctor – confesó.

- ¡Gracias, gracias! – respondió, visiblemente emocionado – Sabía que alguien como tú apreciaría el trabajo bien hecho. Verás, como bien sabes, mis estudios planteaban la existencia del Singlet de Higgs, una partícula mucho más compleja que el Bosón, ya que tiene la particularidad de existir en dos realidades distintas al mismo tiempo. Sin embargo, se requiere de una tremendísima cantidad de energía para poder hacerlo estable, ¡y para eso sirve esta máquina! Es mi propia versión del colisionador de hadrones, que me permitirá utilizar la resonancia de los bariones y los mesones exóticos para materializar el Singlet de Higgs. ¿No es maravilloso?

Nathan era un hombre culto, y había estudiado el trabajo del doctor Achenbach para conocer más íntimamente a su enemigo. Sin embargo, aquel discurso se estaba volviendo demasiado complicado hasta para él, así que decidió cortar por lo sano.

- Lo siento mucho, doctor, pero me temo que esto es demasiado peligroso para permitirle continuar con ello. Ahora, me facilitaría mucho las cosas si me acompaña sin oponer resistencia.

- Oh, pero mi querido amigo, lo que no entiendes es que mi dispositivo lleva calibrándose desde que has entrado y ya está listo para funcionar – dijo, con una mirada enloquecida mientras daba un puñetazo al interruptor de encendido de la máquina.

Como si de una onda electromagnética se tratara, la habitación se llenó rápidamente de un fulgor ambarino que derribó a Nathan. Los sistemas de la armadura comenzaron a fallar estrepitosamente mientras las subrutinas de soporte vital empezaban a corromperse una tras otra. De repente, estaba encerrado en su propia armadura, ahogándose por el vacío letal que se había formado en el interior. Con un rápido movimiento, liberó las abrazaderas de seguridad y se quitó el casco para poder respirar. Aún atontado por el repentino fallo de los sistemas, Nathan miró por primera vez con sus propios ojos el laboratorio del doctor Achenbach, ahora teñido de un tono anaranjado mientras los tubos transparentes de la máquina brillaban con una luz cegadora. A su lado, riendo como un demente, el doctor observaba el espectáculo como un niño en Navidad, y Caballero por fin cayó en la cuenta de que había algo que se le escapaba. El doctor había llamado al artefacto Proyecto Ucronía.

- Esta máquina no es sólo para encontrar su Partícula del Tiempo, ¿verdad? – dijo, frunciendo el ceño –  Considerando las órdenes internacionales de detención que existen sobre usted, de nada le serviría hacer este descubrimiento. Ningún organismo le reconocería.

Por primera vez el doctor Achenbach fijó su mirada en la suya, y Nathan pudo apreciar en sus ojos el abismo de locura que había tras ellos.

- Eres muy perspicaz, Caballero – dijo. Ahora que podía ver el rostro que se escondía tras la armadura no le resultaba difícil reconocer al multimillonario Nathan Faust, dueño de una de las corporaciones multinacionales más poderosas del planeta. Sin embargo, había decidido seguir llamándole por su nombre de guerra – Como bien dices, de poco me serviría. Pero esta máquina no sólo materializa el Singlet de Higgs, sino que lo sobrecarga con suficiente energía para iluminar toda Norteamérica durante una semana. ¡Cuando explote, provocaré una singularidad espaciotemporal que me permitirá regresar al pasado y recuperar mi nombre y mi prestigio! ¡Y nadie puede detenerme! ¡Ni siquiera tú, héroe! 

Aquello fue más que suficiente para Nathan. No necesitaba ser un físico de partículas para saber que una detonación de tales características quizás no abriría una fisura en el tejido de la realidad, pero sí que provocaría una onda expansiva que barrería Somersville del mapa. Miles de vidas segadas en un instante. Su mujer y su hijo. Con un gesto solemne, alzó el brazo mientras notaba cómo los sistemas de armamento de la mano reaccionaban al gesto.

- ¡No! – alcanzó a gritar el doctor Achenbach, mientras se abalanzaba sobre Nathan en el mismo instante que un chorro de energía calorífica surgía del guantelete del héroe en dirección al dispositivo. Como si se tratara de una coreografía cuidadosamente orquestada, el pulso llegó en el preciso momento en que los tubos de fibrocristal de la máquina estallaron al no soportar la presión de la energía que estaban conteniendo, liberando unas partículas que no chocaban entre sí desde que el Universo se formó por primera vez. La realidad, el tiempo y el espacio se entremezclaron en un romántico abrazo que poco tenía de hermoso para los presentes.

Nathan Faust sintió cómo fuerzas primigenias tiraban de cada átomo de su cuerpo en todas direcciones, mientras a su alrededor todo se volvía de un blanco cegador. Su armadura de alta tecnología, sometida a unas altísimas temperaturas, reventó en pedazos, pero su rostro se llevó la peor parte. Al no disponer de la protección que disponía el resto del cuerpo, se abrasó, causándole unas terroríficas heridas y un dolor tan intenso que le dejó inconsciente. Mientras el universo a su alrededor se retorcía como un pez fuera del agua, reorganizando su esencia de la forma que mejor le convenía, el joven  héroe se sumía en las tinieblas sin saber si despertaría de aquella pesadilla.

Cuando lo hizo,  quiso morir.

Antes siquiera de abrir los ojos, sintió el dolor y el ardor en el rostro, tan intenso que quería arrancarse la cabeza de los hombros. Además, tenía las extremidades entumecidas, y cada leve movimiento le dolía, como si estuviera tumbado sobre un lecho de espinas.  De fondo escuchaba un sonido rítmico, un pitido que se sucedía cada segundo aproximadamente. No tardó en reconocer la característica melodía de un monitor de constantes vitales, el aroma de productos desinfectantes y antisépticos, el roce áspero de las sábanas baratas. No había duda, se encontraba en un hospital.

Lentamente, a medida que los minutos transcurrían en el reloj, Nathan fue poco a poco más y más consciente de su alrededor. En cuanto abrió los ojos y sintió cómo le escocían los ojos por la luz del sol que entraba por la ventana, comprobó que, efectivamente, estaba en una habitación individual de hospital. Tenía el rostro vendado, y eso hizo recordar el intenso dolor que sufrió cuando el doctor Achenbach activó su dispositivo. ¿Tan horribles habían sido las quemaduras?

Finalmente alguien llegó con respuestas. Cuando se arrancó los sensores del monitor del pecho, un equipo médico acudió para responder a la alarma y comprobó que en realidad estaba sano y salvo, despierto del coma en el que llevaba sumido desde hacía un mes. Sin documentación, completamente cubierto de heridas y con el rostro irreconocible, lo tomaron como una víctima de un robo violento y lo atendieron. Sin embargo, las huellas dactilares no se encontraban en la base de datos de la policía, así que sólo podían esperar a que despertara y revelara quién era.

La historia tenía sentido, no obstante, había cosas que no encajaban en el esquema mental de Nathan. Para empezar, cuando les dijo que era Nathan Faust y a qué se dedicaba, no parecían conocerle. De hecho, la corporación Faust no existía ni había existido nunca. Tampoco se encontraban en Somersville, y ninguna ciudad de los alrededores recibía ese nombre. Pronto la amabilidad con que le habían tratado empezó a desaparecer cuando empezaron a pensar que sufría algún tipo de problema mental. Sin documentación ni dinero, no tardó la policía a pasarse por su habitación para hacerle algunas preguntas para las que no tenía respuestas. Al menos, ninguna que ellos creyeran. Nathan Faust no existía.

Además, se encontraba el asunto de su rostro. De una manera inconsciente había evitado preguntar al respecto, pero fue el doctor Williamson, el médico que se había encargado de atenderle, quien se sentó con él para revelarle lo que más temía. Le explicó que había sufrido unas quemaduras terribles en el 90% de la cabeza y el cuello, unas quemaduras producidas por una sustancia desconocida y que había hecho imposible la reconstrucción facial. De alguna forma, el tejido epitelial se había quemado y cauterizado casi al instante, y no disponían de los medios para ayudarle. Nathan quedó destrozado por la noticia, pero sus sentimientos no fueron nada comparados al dolor que sintió cuando le retiraron las vendas y vio con horror en qué se había convertido. Sus antiguas facciones, que recordaban vagamente a las de su difunto padre, habían desaparecido. Ahora no quedaba más que una grotesca calavera negra de tejido y huesos fusionados y calcinados. Un monstruoso ser surgido de las peores pesadillas.

No entendía qué estaba sucediendo. No sabía dónde estaba, ni dónde se encontraba su familia. ¿Tenía todo aquello que ver con el experimento del doctor Achenbach? ¿Habían tenido éxito sus enloquecidas teorías y había cambiado algo del pasado? Necesitaba respuestas, y desde luego, no las encontraría tumbado en una cama de hospital, escuchando los cuchicheos de las enfermeras detrás de la puerta y sus expresiones de asco cuando pasaban a aplicarle los curas pertinentes. Aprovechando el cambio de turno, robó algo de ropa de los vestuarios y escapó al abrigo de la noche.

El frío era reconfortante. Aliviaba el dolor de su rostro y aclaraba sus ideas. Como un vagabundo se adentró en la ciudad esquivando a la gente a fin de no llamar la atención. Sin lugar a dudas no era Somerville, ni ninguna ciudad que conociera. Cuando utilizó un teléfono público para llamar a su casa, descubrió con consternación que el número no existía. Empezó a dolerle la cabeza, y las preguntas se agolpaban sin poder encontrar respuesta.

Entonces lo vio.

Se encontraba en una calle céntrica, en la que grandes edificios con anuncios de neón se alzaban como silenciosos vigilantes. En uno de ellos, un enorme monitor mostraba las noticias del día, donde un hombre con una armadura de combate parecía explicar cómo había salvado a un grupo de inocentes de un incendio. Tenía el rostro al descubierto, como si no le importara revelar su identidad, y eso fue lo que le permitió reconocerle. Sus facciones habían cambiado ligeramente, era más joven y robusto, pero no podía negar que era el mismísimo doctor Achenbach. ¿Qué estaba sucediendo?

Tras refugiarse en un parque cercano para soportar la impresión y reorganizar sus pensamientos, decidió que vagando por las calles no encontraría respuestas. Al amparo de la noche, se infiltró en una casa rompiendo el cerrojo y utilizó su ordenador. También aprovechó para llenarse el estómago de algo más que insípida comida de hospital. De alguna forma, no le preocupaba haber entrado sin permiso o haber robado comida. Era como si su equilibrio moral fuera algo menos estricto que antes. En internet no tardó en encontrar las respuestas que buscaba. El doctor Achenbach, quien ahora se hacía llamar Guardián, había aparecido en la ciudad hacía aproximadamente tres semanas, portando una armadura de combate y erigiéndose defensor de los inocentes. Al igual que lo había sucedido con su identidad, también había desaparecido la del profesor: no había rastro de sus estudios ni su carrera criminal. ¿Había cambiado el pasado?

Entonces lo recordó.  Las cosas habían sido demasiado confusas hasta ahora, por eso no había caído en la cuenta, pero ahora venía a su mente tan nítido como si lo acabara de escuchar. Achenbach había  dicho que el Singlet de Higgs era una partícula que tenía la particularidad de existir en dos dimensiones al mismo tiempo.

Así que así había sido. Ese malnacido no había retrocedido en el tiempo, les había enviado a ambos a una realidad, a otro mundo. Un mundo lejos de su familia, de su mujer y su hijo. Un mundo en el que él no era nadie, y Achenbach tenía el reconocimiento que siempre había querido. Eso le enfureció. Era como si le hubiera arrebatado todo su mundo de un plumazo. No sólo eso, sino que además le había convertido en un monstruo. De un fuerte manotazo envió el ordenador al suelo y salió de la casa.

Las cosas habían cambiado, todo había cambiado, y Nathan notaba cómo él también. Estaba furioso, y mientras se dejaba abrazar por las sombras de la noche, sintió cómo una fría determinación crecía dentro de él. Haría lo que fuese por deshacer lo que había hecho Achenbach. Reconstruiría su dispositivo, el Proyecto Ucronía, y regresaría a casa. Haría todo lo que estuviera en su mano para conseguirlo.

Y aplastaría a todo aquel que intentara detenerle.

martes, 21 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Lágrimas en una Noche de Octubre

Lágrimas en una Noche de Octubre

Las maletas llevaban preparadas una semana, quizás para asegurarse de que nada impidiera a Salvador coger ese autobús. El billete comprado. Un billete sólo de ida. Su madre ya había incluso empezado a mirar revistas de decoración para saber qué haría con su habitación, sin preguntarse siquiera cómo podría afectar al muchacho ver lo fácil que a ella le resultaba deshacerse de todo lo que recordaba a Salvador.

El verano había sido un infierno. Era el verano del despertar de las habilidades únicas del joven. De las pesadillas. De las lágrimas de su madre mientras seguía mirando a la puerta esperando a que él regresara. De las copas a las 10 de la mañana. De los reproches. De las comidas preparadas en el microondas. De repasar una y mil veces la web pública de la Fundación Costa. De despertarse en mitad de la noche con los gritos de su madre navegando en los vapores de la ginebra recordándole por qué no eran una familia feliz. De los incómodos mensajes de móvil explicando que ya no regresaría al instituto en Septiembre, que algo había pasado, que todo había cambiado.

Pero sobre todo, había sido el verano en el que la hizo llorar por primera vez. No a su madre, sino a ella. A Samantha. La joven que despertó en Salvador sus primeros sentimientos románticos, convirtiéndose en su musa secreta. La joven que le había ayudado a tener amigos en el instituto, a no sentarse a solas durante los recreos, a recorrer las empedradas calles de Toledo cantando a la luna trilladas canciones de Platero y Tú. Era una parte tan importante de su vida, que cuando le dijeron cuál sería su nuevo destino, en lo único que pensó era que no la volvería a ver. Amor, amistad, devoción, entrega. No sabía bien qué era lo que sentía por ella, pero sí tenía claro que no quería perderla. Y así se lo dijo.

Era principios de Septiembre y aún hacía calor. Sentados en las gradas de la pista de atletismo de la Escuela de Gimnasia, Salvador no encontraba el momento de soltar la bomba. Ella le conocía, por supuesto. Le conocía mejor que él mismo, así que sólo tuvo que mirarle a los ojos con su enigmática sonrisa y las palabras brotaron de sus labios sin que él pudiera controlarlas. Me voy, le dijo. Me voy y no creo que pueda volver nunca. Ella le miró, quizás esperando que él siguiera hablando, explicando el motivo de aquella noticia. Esperando que le dijera que se marcharía fuera a estudiar una carrera. Esperando que le dijera que seguirían viéndose los fines de semana. Esperando palabras que nunca salieron de sus labios. Le explicó lo que había pasado en casa de sus abuelos. Le enseñó lo que sabía hacer, lo que sentía en el asfalto, en el cemento, el ladrillo y el plástico. Le explicó que su madre había entrado en una espiral de autodestrucción por la marcha del cabeza de familia. Le explicó que debía ir a la Fundación a aprender sobre sus habilidades y sobre sí mismo. Pero que se quedaría allí. Le explicó que no tendría un hogar al que regresar.

La sonrisa inicial de Samantha se fue desdibujando lentamente a medida que Salvador destruía todo con cada palabra. Y pronto sus ojos se llenaron de lágrimas. Hasta entonces él no lo había aprendido, pero ella era muy discreta para llorar. No se estremeció desencajada como una actriz de telenovela o se abrazó a él buscando consuelo. Sólo se quedó ahí, mirándole imperturbable mientras las lágrimas desbordaban y caían por sus mejillas, escuchando cómo Salvador le dejaba claro que en pocas semanas saldría de su vida, quizás para siempre. Y ella hizo lo que debía hacer, dedicarle la más cándida de sus sonrisas mientras aún manchaba su camiseta de lágrimas, dándole la enhorabuena, asegurando que él sí que tendría una vida feliz ahora que podía salir de aquel pueblo grande. Pero Salvador sabía que algo se había roto en su pecho. Samantha habría podido tener los amigos que quisiera, el chico que quisiera, pero había preferido tener a aquel chico tímido como mejor amigo, y ahora ese chico la abandonaba. No porque quisiera, pero la abandonaba. Y eso le hizo sentirse peor que saber que no la volvería a ver. El móvil sonó y ella se despidió con un abrazo, obligándole a prometer que quedarían antes de que se marchara. Haciéndole prometer que irían a ver aquella película al cine y a probar esa hamburguesa nueva. Haciéndole prometer un último paseo por las murallas bajo la luz de las estrellas.

Los días pasaron y se transformaron en semanas, y Salvador no encontraba el valor para volver a ver sus ojos. No hubo película, ni hamburguesa, ni paseo por las murallas. No hubo llamadas, y el teléfono de Salvador acumulaba decenas de mensajes sin leer. Un teléfono que ya apestaba a tristeza y soledad, y que provocaba náuseas al muchacho con sólo tenerlo en sus manos. Sentado en su cama, con las maletas en un rincón y el billete junto a la puerta, Salvador pasó su último día viendo cómo el sol se hundía en el horizonte manchego. Sin fiestas de despedida. Sin abrazos. Sólo una frase lapidaria de su madre asegurando que saber que mañana estaría lejos de allí será lo mejor que le ha pasado nunca. Una despedida acorde a un verano para olvidar.

Los grillos trinaban cuando Salvador salió del portal de su casa aquella noche. No podía dormir, pero aunque hubiera estado muerto de sueño, le habría resultado imposible hacerlo. En su mente sólo estaba la sonrisa bañada en lágrimas de Samantha. Y sabía que debía cambiar esa imagen antes de marcharse. Las calles estaban llenas de silencio, roto esporádicamente por las risas cómplices de parejas abrazadas y los coches que alumbraban la figura de un Salvador que recorría el camino hasta su casa por centésima vez. Ella vivía con sus padres en una antigua casa restaurada de gruesos muros y ventanas estrechas con una vista espectacular de la Escuela de Infantería. Tan parecida a un castillo que la imagen de una princesa atrapada en su torreón asomó en la mente de Salvador cuando la vio sentada en el alféizar mirando a la luna de Otoño. Has tardado, dijo ella, cuando salió por la puerta con su pijama de verano. Sabía que tardarías en venir pero has esperado hasta el último momento. Sabía que vendrías a buscarme y te has asegurado de exprimir hasta el último minuto antes de hacerlo. No es de caballeros hacer esperar tanto a una chica, le dijo, cruzándose de brazos con mal fingida molestia.

Lo siento, dijo él finalmente. Siento haber tardado tanto. Siento haber destruido lo que había entre nosotros. Siento haberme convertido en un monstruo. Sus palabras fueron interrumpidas por un abrazo sincero, uno que borró toda pena de su alma, uno que le hizo estremecer. Quizás el primer abrazo de verdad de toda su vida. No eres un monstruo. Eres mi amigo, mi mejor amigo. Y luego se quedó ahí, a poca distancia de su rostro, mirando a sus ojos azules iluminados por la luna, con una sonrisa triste que le pedía que no se fuera. Y él se perdió en los suyos, ignorando el calor y el cansancio, disfrutando del sonido de su respiración, del tacto de sus brazos alrededor de su cuello, del olor de su champú perfumando la noche. Y finalmente, ella se separó, limpiando con la manga sus lágrimas pero dedicándole la mejor de sus sonrisas para que él nunca la olvidara. Una sonrisa que se grabaría a fuego en su memoria y que plasmaría una y mil veces en barro y en papel. Una sonrisa que le recordaría que, al menos durante unos minutos, aquella noche de Octubre, no había Fundación, no había poderes, no había instituto ni despedida.

Aquella noche de Octubre sólo estaban ellos.

lunes, 20 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Sesión 2 - ¿Qué pasó aquel día?

Aquella vez la sesión fue trasladada a la playa. Aún hacía buen tiempo, y no se habían instalado las molestas corrientes de aire que causaban pequeños remolinos de arena. Ignacio había elegido aquel lugar porque Salvador no podría percibir apenas impresiones y además a él le permitía tener visibilidad de quién llegaba. Lo último que ambos necesitaban era rumores acerca de un alumno y un miembro del profesorado teniendo un encuentro secreto.

El muchacho fue puntual, como la primera vez. Pese a que hacía calor, llevaba una chaqueta de chándal y unos vaqueros, en contraste con la camiseta de manga corta que usaba el psicólogo. Éste había llevado únicamente una libreta y la carpeta de Salvador, además de una pequeña nevera portátil con algo de beber para matar la sed.

- Te agradezco la puntualidad. Los chicos de tu edad suelen ser bastante descuidados con estas cosas, pero tú has llegado justo a la hora – dijo, señalando su reloj de pulsera - ¿Te resulta más cómodo este sitio?

La habitual tensa posición corporal de Salvador se había suavizado, e Ignacio descubrió que venía inspirando profundamente, inhalando el aroma a agua de mar. Siendo del sur, él estaba acostumbrado a ese tipo de olores, y a menudo se olvidaba de lo que tenía que significar para un chico como él poder pasear por la playa, jugar con la arena o respirar el aroma del mar a diario.

- Sí, muchas gracias – respondió, con una forzada sonrisa, para luego sentarse en la tradicional manta de cuadros ante el gesto de Ignacio - ¿Seguro que esto está bien? ¿No le llamará la atención la Jefa de Estudios por venir con un alumno a la playa?

Era evidente que el muchacho se sentía algo incómodo por la situación, lo que no iba a ayudarle en absoluto a traspasar la coraza emocional que se había forjado desde que había llegado. Sin embargo, Ignacio comprendía su reticencia: la playa era uno de los pocos sitios no vigilados por Jeffrey, y era lo suficientemente adulto para saber de lo que eran capaces algunos adultos cuyas inclinaciones sexuales eran poco habituales.

- No te preocupes, cada una de mis sesiones está adecuadamente registradas por Jeffrey y tanto la Jefa de Estudios como el Director saben que hoy íbamos a estar aquí. Ten por seguro que si hubiera algún problema, no me habrían dejado montar todo esto – dijo, conciliador. Sabía que asegurar que Pánico estaba al tanto de todo aquello le iba a permitir tranquilizar a Salvador – Así que empecemos, si te parece bien.

"Lo que me interesaría saber, sobre todo, es el por qué de tu actitud. Entiendo que estás pasando por una época difícil. La adolescencia es brutal para cualquier chico, y además tú tienes unas habilidades únicas, lo que lo hace todo mucho más difícil. Pero me juego el pellejo a que esto viene de antes. Dime, ¿cómo fue descubrir lo que… bueno, que eres un escultor?"

El muchacho suspiró. Era algo que seguramente había repasado una y mil veces, quizás planteándose la posibilidad de que fuera algo pasajero y que podía regresar a su vida anterior. Cuando Ignacio le preguntó, dejó la mirada fija en el horizonte, justo donde el mar abrazaba al cielo con dedos de espuma.

- Cuando éramos pequeños – dijo, al fin – jugábamos a ser superhéroes. Daba igual de dónde fueran, porque todos teníamos nuestros favoritos. A mí me gustaban los de aquí, quizás por eso mismo, por ser españoles. Mi madre es funcionaria, así que he mamado desde pequeño lo que significa trabajar para el Estado. Me encantaba encarnar a Ladrillo, a Látigo, incluso al Alquimista, y hacer ruidos con la boca mientras jugaba en el Parque de las Tres Culturas con mis amigos. No nos planteábamos que algo así nos pudiera pasar a nosotros. No hasta que poco antes de cumplir doce años, mi amigo Fernando dejó de venir al colegio de repente. Al principio pensábamos que estaba enfermo. Luego, que lo habían trasladado de colegio. La verdad era que lo habían trasladado, sí, pero a una institución del Gobierno que formaba… bueno, como la Fundación, pero pública, usted ya me entiende.

Ignacio asintió. Una de las ventajas de trabajar en la Fundación era que disponía de acceso a según qué información que afectara a niños especiales como Salvador. El sitio en cuestión era la División M, una institución relativamente secreta que reclutaba a jóvenes que pueden resultar un peligro para la seguridad nacional, educándoles para aprender a controlar sus habilidades y, según las malas lenguas, convertirlos en agentes al servicio del Gobierno. Ignacio rechazaba ese tipo de prácticas. Esos jóvenes necesitaban ser educados y permitirles elegir su propio destino. Convertirles en armas era un grave error.

- Entonces fue cuando nos dimos cuentas que ese mundo no nos quedaba tan lejos. Que quizás un día nos despertaríamos y veríamos que éramos… bueno, especiales. Yo ya había aprendido en el instituto que las anomalías genéticas se transmitían de padres a hijos, y bueno, nadie de mi familia tiene poderes, somos bastante aburridos. Así que no tenía miedo de que a mí me pasara algo así. Era… feliz.

Salvador narraba su historia como si en realidad no fuera suya. Como si fuera el invisible titiritero que manejara los personajes tras el telón, observando cómo el público se deleita con sus desventuras. Sin embargo, esa forma de evadirse le estaba permitiendo exprimir su historia con ganas, contando cada pequeño detalle, permitiendo a Ignacio conocerle íntimamente.

- Fue hace dos años, en el verano, cuando tenía trece años. Mi padre se había vuelto a ir a uno de sus viajes de negocios, y mi madre aprovechó para que nos fuéramos al pueblo de mis abuelos unos días. Allí apenas tenía amigos, pero me hacía sentir bien, ¿sabes? Por aquel entonces no sabía por qué era, pero ya empezaba a percibir las impresiones de las cosas. Cuando íbamos al pueblo, allí había campo, bosque, montaña… no me dolía la cabeza, no tenía náuseas… Una noche, después de comerme un helado, me acosté con fiebre. Mi madre no le dio mayor importancia, pero mi abuela me puso unas compresas frías en la frente y me canturreó hasta que me quedé dormido. Tuve unas pesadillas horribles, en las que soñaba que me hundía en arenas movedizas, o que intentaba escapar de unos monstruos y la tierra me tragaba. Lo malo era que en realidad no estaba soñando. Cuando escuché los gritos de mi madre y mi abuela, me desperté y vi que toda la habitación estaba fundida, como si estuviera hecha de cera. Sólo se salvó el somier, que era de madera, de los antiguos. Tuvieron que llamar a los bomberos para sacarme de allí, mientras no dejaba de llorar. Mi madre también lloraba. Y mis abuelos me miraban como si no me reconocieran. Fue horrible.

Una lágrima se escapó y recorrió la mejilla, abriéndose camino por su mentón hasta caer en la arena. Sin embargo, Salvador no había cambiado la expresión. Era evidente que el recuerdo era muy doloroso, pero el joven había aprendido a dominar sus emociones hasta tal punto que podía estar sufriendo lo indecible por dentro y no manifestarlo. Ignacio le entregó un pañuelo y propinó un suave apretón en su hombro para confortarle.

- ¿Fue entonces cuando se enfrió la relación con tu madre? – preguntó finalmente. Había sido la madre quien había solicitado la estancia permanente de Salvador en la Fundación Costa, y dudaba que lo hubiera hecho si amara a su hijo.

- No, qué va. Mi madre me quería mucho. Incluso después de lo del primer día, me seguía tratando de la misma forma. Me compró incluso un ordenador portátil para que me entretuviera durante aquellos días en casa de mis abuelos. No sé, era como si quisiera compensarme con algo. Eso me hizo sentir bien. Era… bueno, soy un maldito mutante pero mi madre me sigue queriendo, ¿sabes? Allí apenas había cobertura, así que me padre no se enteró de lo que había pasado hasta que no llegó… y  bueno, entró en shock. Cuando mi madre le contó lo que pasó, al principio no se lo creía, luego me miró a los ojos, quizás buscando algo ahí dentro, y salió de casa dando un portazo. Regresó a las pocas horas, ya de madrugada, y les oí discutir. A la mañana siguiente su coche ya no estaba, y mi madre me dijo que se había ido. Que era mi culpa. Me culpaba de todo. De que mi padre se hubiera marchado, de su discusión… Me decía que iba a ser imposible seguir con su estilo de vida sin el sueldo de mi padre, y que tendría yo que ponerme a trabajar. Luego se enteró de la Fundación y la beca… y bueno, el resto es historia. Fue como… - nuevas lágrimas salieron buscando la libertad – como si pese a que apenas le veía, mi padre fuera todo su mundo. Me juego el cuello a que cuando subí al autobús cogió el coche y se fue a buscarlo.

- Tuvo que ser duro – dijo. Era lo poco que podía decir. La crudeza de su historia era tal, que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas – Pero, ¿te has parado a pensar que quizás no fue por tu culpa? ¿Qué quizás la relación de tus padres estaba ya deteriorada, y que esa discusión fue la gota que colmó el vaso? ¿Qué tu madre pagó contigo su frustración, y que ahora se siente tan culpable que prefiere no afrontar una conversación con su hijo, y lo encierra en este sitio para no verlo nunca más?

Salvador alzó la mirada, clavando en el psicólogo sus tristes ojos azules.

- Y dime, Ignacio. ¿Crees que eso me hace sentir mejor?

sábado, 18 de julio de 2015

Comunidad Umbría - Sueños del Escultor / Sesión 1 - Toma de Contacto

Estoy inmerso en una partida en la que encarnamos a jóvenes españoles con habilidades especiales que han sido admitidos en una Fundación para educarles y ayudarles a comprender lo que les pasa. Un estilo a la Academia Xavier, pero en España. He decidido interpretar a Salvador, un joven toledano tímido y con graves problemas de autoestima y un poder muy particular. El director, además, nos propuso narrar entrevistas con el psicólogo del colegio y otras vivencias personales de forma que juntos, jugador y director, comprendamos más íntimamente a nuestros personajes. 


Sesión 1 - Toma de Contacto 

 Los nudillos apenas si rozaron la puerta, como si temieran destrozarla con una fuerza sobrehumana. Sin embargo, Ignacio sabía de sobra que la persona al otro lado no disponía de tales habilidades. Al menos, que la Fundación y él mismo supieran.

- Adelante, Salvador - dijo, cordial a la par que educado. Había tomado por costumbre tratar primero a los alumnos con formalidad, y poco a poco ir convirtiendo su relación en una amistad, de forma que aquellos jóvenes fueran conscientes del cambio de actitud en el psicólogo y lo asumieran como un logro personal. Era una pequeña trampa que hasta ahora le había dado muy buenos resultados.

Salvador Salazar, mutante genético, natural de Toledo. Según las investigaciones de la Fundación, la línea genética con alteraciones en el ADN no venía de la madre, así que debía ser del padre, sin embargo éste se encontraba en paradero desconocido. Además, la sola mención de su nombre completo en alguna de las bases de datos dio como resultado un formidable muro burocrático que en la Dirección consideraron tratar con suma cautela. Si el Gobierno se tomaba tantas molestias en esconder a alguien, era porque no quería que fuera encontrado. ¿Qué clase de hombre sería?

 - Espero no molestar - dijo el muchacho, recordándole con su tímida voz que estaba allí por algo. Ignacio tenía en la agenda una sesión preliminar de toma de contacto con todos los nuevos alumnos, y Salvador no era una excepción. Sin embargo, se había mostrado reacio, como si temiera quedarse a solas con el psicólogo, o quizás considerando que no tenía nada que revelar. Apostó su almuerzo de aquella mañana a que era lo segundo.

- En absoluto, siéntate por favor. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un refresco? ¿Algo de picar? - suave, con delicadeza, como si te acercaras a un cachorro abandonado en mitad de la calle - Dime, Salvador, ¿qué tal están resultando tus primeros días en la Fundación? ¿Te ha costado acostumbrarte?

No miraba a los ojos. El muchacho tenía un grave problema de seguridad, fruto probablemente de un maltrato psicológico continuado en su hogar. Quizás también físico, por lo que apreciaba en su cuerpo delgado y pálido, así como por las ojeras que demacraban su rostro.

- Está... bien. Los profesores... esto... - dijo, tras rechazar con un amable gesto mi ofrecimiento - Cuesta hacerse a la idea de que un alienígena te enseñe matemáticas. Quiero decir... veo las noticias, sé lo que pasa en los Estados Unidos, pero... bueno, esto es España. Aquí casi nunca pasa nada. En casa yo era el raro... y aquí...

Una mirada rápida, quizás para saber si Ignacio le estaba mirando a los ojos, y ambos se cruzaron. Salvador tenía unos fríos ojos azul hielo, cargados de tristeza. ¿Qué le había pasado para ser así? No era el habitual sentimiento de rechazo y abandono que tenían muchos de los recién llegados: adolescentes sobrehormonados, cargados con una herencia genética que los hacía únicos, lejos de su familia y amigos. Eso se curaba con tiempo. Pero Salvador... requería algo más. Reconocimiento.

- Te entiendo. ¿Qué me vas a decir a mí? Soy de los pocos humanos en la Fundación, aquí, personas como el Director Sacristán y yo somos los raros - ganarse su confianza, mostrarle que hay otras historias aparte de la suya, distraer su atención del verdadero problema. Ignacio miró sus apuntes - Pero seguro que no has tenido problemas para hacer amigos. ¿Qué tal con tus compañeros de habitación... Héctor y Yapci? ¿Son majos? 

Nuevamente Salvador agachó la cabeza. Sentimiento de culpa, algo de lo que Ignacio había dicho le había provocado malestar. ¿El Director? ¿Hacer amigos? Volvió a consultar sus apuntes, y entonces cayó en la cuenta de una nota resaltada en un amarillo brillante. - Apenas has pasado por allí, ¿verdad? - dijo, con una sonrisa - Es por ese efecto secundario de tu poder, por las, ¿cómo las llamas?

- Impresiones - respondió, mirando a la pared, como si pudiera leer un siglo de historias allí grabadas - Residuos psíquicos de emociones intensas que se adhieren a las paredes, al suelo, al mobiliario... Las siento como propias. Por eso apenas paso por mi habitación. He visto a Yapci... o a Héctor, no sé quién es quién, apenas dos veces. Incluso ahora siento náuseas...

Interesante planteamiento. En la circular interna del departamento había un comentario del personal de mantenimiento de que habían visto a uno de los alumnos nuevos rondar por el bosque de noche, pero pensaban que eran chiquilladas. Así que era eso. Salvador prefería los lugares vivos para evitar sentir esas impresiones.

- Entonces hemos empezado con mal pie. Hagamos una cosa, la próxima sesión la haremos en la playa, ¿te parece bien? - le dijo, extendiendo la mano para estrechársela - Quiero que te sientas lo más cómodo posible.