martes, 20 de septiembre de 2011

Comunidad Umbría - Centinela

Volvemos al ataque con las partidas de Rol en Comunidad Umbría. En esta ocasión se trata de la historia de un Superhéroe algo distinto, con unas motivaciones y raíces más intensas de lo que solemos ver en los cómics. Lo que en un principio iban a ser unas pocas páginas, se convirtieron en nueve con mucha facilidad. Bueno, con facilidad y mucha inspiración, claro.

Me avergüenza decir que no sería capaz de recordar el rostro de mis padres si no tuviera un retrato suyo colgado en el salón. Creo que es de poco después de casarse, cuando mi madre estaba de unos pocos meses. Se les ve felices, maldita sea. Luego, vino todo el tema del accidente. Unas horas antes, unos tipos habían atracado el Banco Central, y huían a toda velocidad perseguidos por la policía. El choque fue frontal. El forense dijo que, afortunadamente, no sufrieron porque murieron en el acto. Durante años no entendí lo que significaba con claridad la palabra “afortunadamente”. ¿Cómo podía ser “afortunado” el que mis padres hubieran sido asesinados?

Si no hubiera sido por mi abuelo Joseph habría acabado en alguna casa de acogida. Era un hombre grande y fuerte, de manos velludas y un prominente bigote canoso. Sus ojos azules parecían no encajar en ese rostro moreno curtido por el sol, y su voz rasposa, fruto de fumar tabaco sin filtro durante toda su vida, contrastaba con su comportamiento dulce y amable.

Unas malas fiebres se habían llevado a mi abuela unos años antes, no llegué a conocerla jamás, así que nos quedamos solos Joseph y yo. Me llevaba a la escuela, me hacía la comida y me cuidaba cuando enfermaba, lo que era bastante a menudo. Vivíamos en un pequeño pueblo del medio oeste norteamericano, y los fines de semana, cuando yo no tenía nada que hacer, realizábamos excursiones. Aprendí que siempre debía llevar botas altas por temor a las serpientes, y que las motitas blancas en una seta no eran buena señal. Aprendí que unas nubes oscuras a baja altura eran sinónimo de bochorno y posterior tormenta, y que un animal salvaje saciado no es peligroso. En definitiva, aprendí a no ser un chico desvalido y enfermizo, y a valerme por mí mismo.

A veces, cuando Joseph tenía que ausentarse por diversos motivos, me quedaba en casa de unos vecinos y amigos, Karen y Tom Maslow. Adoraba quedarme con los Maslow. No sólo porque me trataban con cariño y afecto, o porque Karen cocinara las galletas de chocolate más deliciosas que haya probado jamás. No, la razón de que me encantara quedarme allí era por Cinthia. Imaginad un rayo de sol atrapado en el cuerpo de una niñita de diez años, con unos ojos color miel que te derretían con sólo un pestañeo, todo ello embutido en un vestido del color de la hierba recién cortada. Esa era Cinthia.

Pasábamos las tardes de verano jugando juntos en la finca de sus padres, que se dedicaban a la crianza de ganado. Recuerdo con nitidez cómo la miraba embelesado, mientras sus rubios tirabuzones brillaban al sol, correr y tirarse de cabeza al riachuelo que pasaba cerca de su casa. En aquella ocasión no sabía bien lo que era estar enamorado, pero sabía que no quería separarme de ella jamás.

Yo percibía que Cinthia no quería más de mí que una simple amistad, así que eso, añadido a mi timidez que rayaba lo patológico, hizo que acabara la educación secundaria sin haber sabido nunca si los sentimientos entre nosotros iban más allá del simple cariño. En ningún momento se me pasó por la cabeza otra chica, y eso que tenía éxito en el instituto. Mis ojos claros y mi piel morena, añadida a un cuerpo atlético fruto de trabajar con los animales de la granja durante las tardes, llamaba mucho la atención entre mis compañeras. Pero para mí sólo existía Cinthia.

Fue por aquella época cuando Joseph me regaló el anillo. Lamentablemente, mis recuerdos de esos meses son algo turbios, quizás por todos los cambios que mi mente estaba preparándose para sufrir. Él me dijo en una ocasión que fue idea suya. Bloqueó esos recuerdos adrede para que no me obsesionara con la búsqueda. Pero ya hablaré de eso en su debido momento.

Recuerdo que me sorprendió que el anillo me quedara ajustado al dedo, y me fascinaron sus intrincados diseños geométricos. Joseph me contó que era una reliquia familiar que llevaba generaciones pasando de padres a hijos, y ya que mi difunto padre no estaba para hacérmelo llegar, era su deber encargarse de ello. Supongo que eligió ese momento porque sabía que su final estaba cerca: pocos meses después, un cáncer de pulmón se lo llevó de mi lado.

Estaba destrozado. La única familia que me quedaba en el mundo se acababa de ir, y no tenía a nadie. Los Maslow me ofrecieron quedarme con ellos, pero en esas tierras había demasiados recuerdos y yo sólo quería huir. Vendí la granja de mis abuelos por mucho menos dinero de lo que valía y encontré plaza en la Universidad de Tucson. No pude despedirme de Cinthia. Sus padres me explicaron que no había dejado de llorar desde que supo que me marchaba, y que no tenía valor para despedirme. Pobre niña mía. Lo distintas que habrían sido las cosas si me hubiera quedado a su lado.

Los años pasaron, y mis estudios de Biología me ayudaron a olvidar el dolor de mi pasado. Me centré en sacar buenas notas y mantenerme ocupado para no recordar que estaba solo en el mundo. Cada noche, antes de acostarme, acudía a mi mente la imagen de aquella niña de rubios tirabuzones, corriendo por el prado inundando todo con su risa cristalina. Por supuesto hubo otras chicas, pero no fueron mucho más que puras relaciones físicas. A veces incluso me asaltaba la duda de si era incapaz de comprometerme con nadie.

Me licencié de los primeros de mi promoción, lo que añadido a la recomendación de uno de mis tutores, el profesor Stevenson, me facilitó entrar como becario en GelCorps, una empresa farmacéutica especializada en la investigación.

Con veintipocos años, y cubierto de trabajo hasta las cejas, los recuerdos de Cinthia no afloraban ya tan a menudo a mi cabeza. Los nuevos descubrimientos que hacíamos en GelCorps me hacían pensar que el futuro iba a ser maravilloso. Pero siempre planeaba sobre nosotros la sombra de las subvenciones, la competencia desleal y la opinión pública. Cuando entré en plantilla aprendí que realmente sólo los hallazgos que salían rentables eran los prioritarios, dejando las curas para ciertas enfermedades de alto riesgo relegadas a un segundo plano.

Fue entonces, con veintiocho años recién cumplidos y con la satisfacción de haber alcanzado un prometedor puesto en una multinacional farmacéutica, cuando la vi. Había salido con unos amigos para celebrar mi ascenso y se había hecho tarde. Mientras regresaba a casa paseando bajo una leve llovizna, observaba cómo los dueños de los comercios más madrugadores empezaban a levantar los cierres metálicos de sus puertas mientras el sol acariciaba tímidamente a la ciudad con sus rayos. A mi nariz llegaron los olores del jazmín, la rosa y el clavel, y miré distraídamente hacia la floristería de la que provenían aquellas dulces fragancias. Me quedé paralizado al verla. Habían pasado diez años, pero sin duda era ella: sus ojos color miel, su pelo rubio ahora permanecía recogido en una coleta, y su vestido verde se había transformado en unos vaqueros y una sudadera vieja. Pero era ella. Era mi Cinthia.

Antes de dar dos pasos en dirección a ella, con los ojos empapados de la emoción, mi visión se nubló. Lo que en principio yo pensaba que era debido a las lágrimas, pronto se transformó en un dolor intensó en mi mano derecha, que no tardó en extenderse a todo mi cuerpo. Con un gemido, me desmayé en mitad de la calle.

Cuando desperté, o más bien, lo que yo creí que era el mundo real, me encontraba tumbado en un prado verde, el cual me resultaba terriblemente familiar. Efectivamente, era el prado que se extendía frente a la casa de mis abuelos cuando yo era pequeño. No había cambiado nada en absoluto. ¿Qué ocurría? ¿Acaso era un sueño?

- No estás soñando, hijo – dijo una voz a mis espaldas.

Allí estaba Joseph, de pie junto a mí como si el tiempo no hubiera pasado. Estaba tan sorprendido que no sabía qué decir. Percibía su aroma a tabaco en la ropa, podía tocarlo tan fácilmente como podía tocar mis propias prendas, y sin embargo mi mente racional me decía que aquello no podía ser real.

- Ha pasado mucho tiempo – añadió ante mi silencio, con su acostumbrada sonrisa y luego me repasó con la mirada – Has crecido mucho, demonios.

- ¿Qué es todo esto, abuelo? ¿Cómo es posible…?

Me miró con afecto y posó su mano en mi hombro. Notaba cómo el sol calentaba mi piel, y percibía el aroma de los animales pastando a nuestro alrededor. Todo era tan real como lo recordaba, y sin embargo, algo raro sucedía.

- ¿La has encontrado, verdad? Has encontrado a Cinthia – dijo, con un brillo de emoción en sus ojos.

- Sí, ahora mismo. En… venía de… - respondí, sin saber ni entender cómo sabía eso.

Pareciera como si con aquella confesión mi abuelo hubiera escuchado las palabras que llevaba esperando durante años, porque respiró profundamente y sonrió de lado a lado. Me abrazó con fuerza y luego volvió a separarme, mirándome a los ojos.

- Ven, tienes que conocer a alguien.

Me dejé llevar como si volviera a tener diez años. De repente ya no nos encontrábamos en el prado de mis abuelos, sino en un largo corredor con suelos de mármol negro. A cada lado colgaban retratos, pero cuando intentaba fijarme en alguno de ellos la visión se desdibujaba y me obligaba a mirar hacia delante. Finalmente llegamos a unas dobles puertas de acero. Sobre su superficie se distinguía una imagen que se repetía una y otra vez: un hombre que pareciera brillar y enfrentarse a criaturas cornudas y deformes.

- Esto es para lo que te has estado preparando durante años.

Yo, sin saber bien qué decir, aún estupefacto por todo lo que estaba viviendo, no pude más que quedarme mirando mientras Joseph se dirigía hacia las puertas y las abría sin apenas esfuerzo. Las hojas se abrieron sin ruido, y entramos en un gran salón. Pareciera la estancia principal de un gran castillo, en el que se acumulaban armas y armaduras por doquier, intercaladas por altísimas estanterías cargadas a rebosar por libros. En la pared de enfrente se alzaba una chimenea decorada con gárgolas medievales en el que ardía un furioso fuego, y un sillón acogía a una figura desconocida de espaldas a nosotros.

Joseph se quedó junto a la puerta, y pese a mis reticencias a acercarme al desconocido, la sonrisa de su rostro me tranquilizó. Percibía que allí sentado se encontraba algo antiguo y poderoso que respondería a muchas preguntas, pero me atemorizaba. El vello de mi nuca estaba erizado como el de un gato a punto de saltar, y me quedé clavado cuando escuché el sonido de un libro cerrándose con suavidad, y el susurro de las ropas del desconocido al levantarse.

- Por fin nos conocemos, Aaron – dijo el hombre que se alzaba frente a mí – te has tomado tu tiempo.

El desconocido era un hombre alto y hermoso. Sus ojos azules, su piel bronceada y su pelo largo y moreno, que llegaba hasta su cintura, me resultaban familiares. Vestía con unas ropas elegantes y oscuras, de aspecto caro, y portaba entre sus manos con delicadeza un libro de tapas doradas. Había cierto tono de reproche en su voz, aunque la sonrisa y la pureza de su mirada despejaron toda duda de que estaba frente a un aliado.

Me giré para preguntar a mi abuelo, pero él ya no se encontraba allí. Extrañado, busqué a mi alrededor por si se había aproximado a mí desde algún punto ciego, pero fue inútil. Cuando volví la atención al desconocido, seguía allí, expectante.

- No está aquí – dijo, con una voz grave y cavernosa que no parecía propia de una criatura tan bella – De hecho, nunca lo ha estado. Era la manera más sencilla de traerte aquí.

Quería protestar. Buscaba respuestas, y sobre todo una razón de utilizar la figura de Joseph para atraerme hacia él. Antes de que una sola pregunta surgiera de mis labios, me invitó a sentarme y me ofreció una taza de té humeante que había aparecido en una mesita que antes no había, frente a un amplio sillón que tampoco estaba.

- Antes de nada, permíteme contarte una historia, y si después sigues con dudas, te responderé a todas ellas.


El comienzo de la historia se remontaba a la antigüedad, a muchos años antes de Cristo. Cuando el oscurantismo, la mitología y el temor a lo sobrenatural estaba arraigado en el corazón de los hombres, un iluminado escribió una profecía. Dicha profecía hablaba de un mal que golpearía el mundo y lo destruiría, reduciéndolo a cenizas y borrando toda existencia. La única manera de librar al mundo de ese mal era gracias a un espíritu puro que se alzaría contra él llegado el momento. La profecía no se diferenciaba mucho de otras que auguraban el fin del mundo, así que nadie hizo caso al iluminado. Sólo una familia de comerciantes, conmovidos por la historia, dieron credibilidad a Bal´ahil, que así se llamaba el profeta. Invirtieron la mayor parte de su fortuna en encontrar a ese espíritu puro, y finalmente lo encontraron en la forma de una joven granjera de rubios cabellos de las tierras del norte. A partir de ese momento, el linaje de los comerciantes estuvo íntimamente ligado al de la joven, comprometidos en salvaguardar su integridad frente a todo mal.

Pero los tiempos cambiaban, y las dificultades para mantenerse en su labor aumentaban. Cada vez que el recipiente del espíritu puro cambiaba, ya fuera por muerte natural o accidental, comenzaba de nuevo la búsqueda. Era una tarea agotadora y costosa. Además, habían comenzado a aparecer agentes desconocidos que buscaban entorpecer la tarea de la familia de centinelas. Los llamaron “El Enemigo”.

En la Europa Medieval, antes de que la peste negra diezmara la población, un cónclave secreto se reunió para buscar la solución a las cada vez más crecientes dificultades de los guardianes para proteger el linaje puro. Utilizando artes oscuras y prohibidas, contactaron con una entidad cósmica errante con la que realizaron un pacto. Dicha entidad, expulsada y exiliada de su propio mundo, buscaba un cuerpo en el que encarnarse. A cambio, conferiría a dicho cuerpo las habilidades sobrehumanas necesarias para cumplir con la tarea de proteger al espíritu puro.

Desesperados, aceptaron sin rechistar el trato con la entidad cósmica, que adoptó el nombre de Garviel. El cónclave eligió a uno de los miembros de la familia para ser el portador del poder cósmico. Éste quedó relegado a la forma de un anillo, que sería traspasado generación tras generación, y cuyas capacidades se desatarían cuando el guardián encontrara el cuerpo en el que se había encarnado el espíritu puro.

- Aquí es donde entras tú – dijo mi interlocutor, con una sonrisa cómplice – supongo que a estas alturas, habrás deducido el final de la historia.

Yo llevaba un rato acariciando el anillo con suavidad, y miraba con atención los geométricos diseños. ¿Cómo podía ser que ese anillo contuviera un poder cósmico? No parecía viejo ni desgastado, y sin embargo, desde que había entrado en ese mundo onírico, despedía un agradable calor que inundaba mi cuerpo.

- Tú eres Garviel – dije, a lo que él asintió con una sonrisa – y se supone que soy el portador de un anillo que me confiere poderes mágicos para proteger a una niña, ¿no?

Mi frase pareció molestarle, y mirándome con los ojos entrecerrados, finalmente, río.

- ¿”Poderes mágicos”? Lo dices así y me siento hasta insultado – dijo jocoso, recostándose en el sillón - Aaron, he ayudado a tu familia durante siglos y aún seguís aquí, ¿no? No soy un farsante, mi poder es real.

Se levantó decidido del asiento y me guió hasta una de la paredes de la estancia, en el que podían verse cuadros, tapices y retratos, colocados de forma que parecieran contar una historia. Se cruzó de brazos y alzó la barbilla, y la melena se movió al compás de sus caderas mientras me explicaba su significado.

- Aunque la intención del pobre Bal´ahil era buena, hay que reconocer que la profecía tiene dos grandes fallos. El primero es que proteger al espíritu puro implica no sólo cuidar de su “envoltorio”, sino enfrentarse a cualquier peligro que pudiera amenazarla, tome la forma que tome. El segundo es que nuestro profeta no dijo qué era lo que iba a destruir vuestro mundo.

Me miró durante unos instantes y sonrió. Sabía que quería que sacara mis propias conclusiones.

- Entonces, el portador del anillo tiene que proteger al mundo ante cualquier mal, aunque en un principio no lo parezca, siempre y cuando crea que puede poner en peligro al espíritu puro.

Garviel me guiñó un ojo, me palmeó con fuerza, y asintió ante mi deducción.

- Efectivamente – respondió, señalando los cuadros y tapices – Como podrás ver, hemos hecho lo posible para cumplir nuestra tarea. Junto a tus antepasados, he luchado en casi todas las grandes batallas: encabezamos a los franceses contra la Bastilla, arrancamos el corazón del pecho a Adolf Hitler y expulsamos a los americanos de Vietnam. Pero no somos sólo guerreros, Aaron. Tenemos que anticiparnos y actuar con la mente clara, y hacer lo que sea necesario. Aún recuerdo cuando Akkako nos suplicaba con lágrimas en los ojos que no nos la lleváramos de su casa, días antes de que las bombas atómicas cayeran.

Aunque parecía increíble, algo en mi interior me decía que nada de lo que decía Garviel era mentira, pero sabía que había cosas que me ocultaba deliberadamente. Me dejó unos minutos mientras observaba con detenimiento los tapices, reparando en que siempre, de una forma u otra, junto al Centinela, vestido con armaduras negras y plateadas, aparecía la Protegida, con los cabellos rubios brillantes.

- ¿Nunca os habéis equivocado a la hora de encontrar al espíritu? – dije, casi distraídamente – Parece una tarea algo complicada, si me permites decirlo.

Percibí un sentimiento de satisfacción cuando pronuncié esas palabras, y algo me dijo que había dado con la pregunta clave.

- No sólo me encargo de daros los medios para cumplir vuestra tarea, Aaron. También soy vuestro perro de presa, si quieres darle un nombre algo más mundano. Percibo la esencia del espíritu en cuanto lo veo. Pero conozco casos de Centinelas que lo encontraron sin mi ayuda, ya que desde que tu familia se encarga de su protección, estáis unidos por unos lazos que escapan de mi comprensión.

- ¿Y cómo pueden saberlo? – dije, girándome hacia él con expresión neutra.

- Se enamoran perdidamente de ella – respondió, con una mirada significativa.

A esas alturas de la conversación pensaba que nada podía sorprenderme, y había empezado a acoger la información de Garviel como si de una verdad universal se tratara, pero la nueva noticia me golpeó como si fuera un yunque. Era sencillo: si yo sólo había estado enamorado de una mujer, ¿acaso Cinthia…?

- ¿Te sorprende? – dijo él, interrumpiendo y adivinando mis pensamientos – Desde siempre has sentido una conexión con ella, que ha perdurado pese a que los años os han separado, y en cuanto la has vuelto a ver, has sabido quién era. Mira, incluso Joseph lo vio en cuanto te legó el anillo.

Y diciendo esto, se dirigió a otra pared, que ahora estaba cubierta por un gran telón de terciopelo negro, el cual descorrió con un ademán de su mano. Bajo el tejido apareció una pantalla de cine, que instantáneamente comenzó a mostrar imágenes.

- Todo esto ya lo sabías, Aaron. Te lo explicó Joseph pero no pudiste terminar tu aprendizaje… ya sabes – dijo, mientras se cruzaba de brazos y miraba la pantalla con una expresión de nostalgia en el rostro – Aquel día, cuando te entregó el anillo, percibí que el espíritu estaba cerca y tu abuelo lo vio.

Pareciera como si aquel día alguien hubiera grabado la escena con una videocámara. No la recordaba así, con tanta nitidez, pero sí veía los detalles que se habían quedado en mi memoria: el verde del vestido de Cinthia, el olor a tabaco de Joseph, y la expresión de su rostro cuando me entregó el anillo. Pero el poder ver la escena desde otro ángulo me reveló otros detalles. Detalles como el leve fulgor plateado que emanó del anillo cuando corrí hacia Cinthia para enseñárselo, o el gesto de sorpresa de mi abuelo al comprobarlo.

- Sólo puede haber un Centinela por cada Protegida, y nuestro poder está ligado al de ella. Si la encontramos, el pacto me permite liberar mi poder; si la perdemos, más te vale tener un hijo pronto.

Le miré extrañado mientras la “proyección” terminaba y el telón se desvanecía en el aire como si de humo se tratase. Al fin y al cabo, me encontraba en un rincón de mi mente que compartía con Garviel, y él hacía de ese rincón su propio hogar.

- Joseph y yo no llegamos a tiempo para salvar a su Protegida, y el Enemigo se la llevó. Un incendio provocado en un bosque cercano la pilló mientras acampaba, y no pudimos hacer nada. Aún recuerdo la rabia que sentí, ¡incluso le rogué a tu abuelo que buscáramos al culpable y le hiciéramos pagar! Pero él no era así. Te quería mucho, ¿sabes?

- Lo recuerdo. Regresó a casa tiznado de hollín, y se habían marcado en sus mejillas las lágrimas que había derramado. Estaba destrozado, sabía que iba a morir, y sin embargo hizo de tripas corazón y se centró en la tarea de educarme – dije, rascándome la nuca mientras veía en mi memoria sus ojos aún enrojecidos.


No sé el tiempo que había pasado. Quizás horas o apenas segundos, ya que era imposible calcular el tiempo en aquel rincón de mi mente. Garviel no tuvo reparos en responderme en todas las demás preguntas que me habían surgido, como por ejemplo, si existían los extraterrestres (a lo que me respondió que llegado el momento, lo averiguaría), o si había conocido a Jesús de Nazareth. Ante eso rompió a reír, y me dijo que, sorprendentemente, todos y cada uno de los Centinelas de la historia le habían preguntado eso alguna vez.

- Entonces, ¿ya está? Ahora tengo que encargarme de proteger la vida de Cinthia, y asegurarme de tener un hijo para pasarle el anillo, ¿no? No es algo complicado, según creo.

Garviel me miró con una expresión tierna en sus ojos, pero percibí algo extraño en ellos, como si me escondiera algo. Hoy por hoy ya he aprendido que no hay nada que podamos escondernos, ya que somos parte el uno del otro, pero por aquel entonces no me había acostumbrado a él.

- Hay algo más, ¿verdad? Algo que no me has contado.

Se mantuvo callado, dirigiendo su mirada hacia sus uñas perfectamente cuidadas.

- Garviel, dime qué no me has contado.

- No puedo mentirte, ¿sabes? Es parte del trato, yo ocupo tu cuerpo, formamos parte el uno del otro y esas cosas… pero eso no es todo.

Se alejó de mí, acariciando con afecto los tapices que decoraban las paredes, y se giró.

- Cuando nos hemos conocido, te he dicho que tu abuelo nunca había estado aquí. Eso no es del todo cierto. Él no estaba, pero sí una parte de él – dijo, con el rostro apenado – No soy humano, Aaron. Adopto esta forma para que os sea más fácil tratar conmigo, pero mi aspecto original es mucho más tenebroso. Y como la mayor parte de las cosas tenebrosas del Universo… tengo un apetito algo particular.

Ladeé la cabeza, esperando la respuesta con los puños cerrados. Fuera lo que fuera, creía estar preparado para soportarlo.

- Me alimento de almas, Aaron – dijo, con sus ojos fijos en los míos – cuando el portador del anillo, el Centinela, muere, su alma pasa a formar parte de mí.


Y así acaba mi historia, o mejor dicho, empieza. Cuando Garviel me explicó mi nueva condición, la acepté sin rechistar. ¿Mi futuro estaba ligado al de la mujer que amaba? ¿Qué mejor destino podía esperar?

Ya no sería más un tipo gris.

Ahora era un Centinela. Y tenía una Protegida a la que cuidar.

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