sábado, 3 de septiembre de 2011

Aullidos - 3

La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas como dedos que intentaran atrapar las motas de polvo que flotaban en el salón. El crepitar de la chimenea era lo único que se escuchaba en la estancia, en un silencio roto de vez en cuando por unos suspiros lastimeros. Erick, el joven primogénito de la casta de los Colmillos Lunares se encontraba tirado en un enorme sillón de cuero, mirando el fuego con fastidio. Vestía un caro traje de corte italiano especialmente cosido para él, que marcaba su figura como un guante.

Erick era un joven atractivo, con facciones que recordaban a las de los príncipes nórdicos. El cabello, lacio y rubio, peinado hacia un lado con sumo cuidado, coronaba un rostro pálido y hermoso, en el que destacaban dos ojos negros como la noche. Era un orgullo para su madre que el joven hubiera heredado las mejores cualidades físicas de su línea genética, demostrando que el enlace que tuvo al joven heredero como fruto fue todo un éxito.

Su padre, patriarca de los Colmillos Lunares, no se pronunciaba al respecto. De hecho, Harold siempre había sido un hombre silencioso, pero desde que supo que la única hija del clan de los Hijos de Trin´poh había sido enviada con el pretexto de establecer lazos diplomáticos para estudiar un posible enlace entre los jóvenes, apenas había abierto la boca. Harold era un hombre de acción, que se había marchitado desde que había heredado la soberanía de las tierras al norte del río que separaba New Haphesing en dos. Añoraba correr en compañía de la manada, el olor del miedo de su presa, y el viento nocturno en su pelaje.

- Erick, ¿por qué no dejas de suspirar y te levantas del sillón? Vas a arruinar ese precioso traje que encargué para ti – dijo Emma, su madre, que vigilaba la ventana como un halcón – Esa Hija de Trin´poh llegará de un momento a otro, y no quisiera que te viera tirado como una colilla. Tenemos que dar una buena imagen.

Hastiado, Erick miró a su madre como si acabara de pedirle un imposible, y se levantó con un nuevo quejido que irritó visiblemente a su padre. Harold aprovechó para observar la figura de su hijo y se preguntó qué habría sido de él en otros tiempos, donde los licántropos luchaban cada día para fortalecerse, en un mundo en el que los vampiros eran más crueles y menos civilizados que en la actualidad. Si bien su hijo era apuesto e inteligente, su palidez enfermiza y su delgadez lo convertían en una presa fácil si alguna vez alguien atentaba contra él. Dudaba que nadie se atreviera a hacerlo, ya que las consecuencias serían terribles, pero el patriarca a menudo se maldecía por haber permitido que su esposa malcriara al muchacho, volviéndole más una muñeca de porcelana que el futuro señor de los Colmillos Lunares.

- Llega tarde, madre – dijo el muchacho, alisándose con las manos las arrugas del pantalón - ¿Acaso esos sureños no saben lo que es un puto reloj? Además, yo ya había quedado, ¿por qué he tenido que cancelar mi cita por ella?

Su madre no le miró, absorta en su vigilancia de la calle que se extendía bajo la ventana. Emma aparentaba aproximadamente el medio siglo de edad, aunque su naturaleza lupina le había dado una longevidad mucho mayor que la de un ser humano. Su pelo, rubio ceniza, estaba recogido en un moño de aspecto incómodo en lo alto de su cabeza, del que caían pequeños mechones de cabello rematados en joyas. Su vestido, color burdeos, enmarcaba su figura y cubría su piel, marcada con cicatrices recuerdo de años peores. Su marido adoraba esas cicatrices, ayudándole a rememorar su época de juventud, cuando había cazado junto a esa hermosa valquiria y luchado para proteger su vida. Con el tiempo, Emma se había aburguesado, dejando de lado su naturaleza de licántropo para convertirse en la mano derecha del patriarca, y educar al joven Erick con el fin de convertirlo en un líder justo y ambicioso. Tras unos tensos segundos, clavó sus ojos del color del cielo en su vástago, hablándole con un tono que no admitía réplica.

- Deberías contener tu lengua delante de tu señor – dijo, dedicándole a su marido una significativa mirada – Y has tenido que cancelar tu “cita” porque estoy harta de que te pases las noches con esas fulanas. Tienes una sangre demasiado valiosa como para mezclarte con simples mensch.

Erick bajó la mirada a sus zapatos, y se quedó allí callado. Sabía bien que cuando su madre utilizaba términos en su germánico natal, era porque tenía la atención en otra cosa, y era mejor no distraerla.

De repente, el rostro de Emma se iluminó, y se giró hacia Harold, que arqueó la ceja por el repentino entusiasmo de su esposa.

- Ya viene, querido. La Hija de Trin´poh acaba de llegar.

Varios metros abajo, en la calle, una deslumbrante limusina aparcaba silenciosamente y apagaba las luces. Segundos después, el chofer, de espaldas anchas, abría la puerta trasera con diligencia y ayudaba a una joven a descender. Una joven de cabellos rojos como el fuego y piel clara, y unos hermosos ojos azules que se cerraron levemente al salir del coche, inspirando el aroma de la noche. Unos ojos que un espectador afortunado habría podido jurar que albergaban todo el dolor del mundo.

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