lunes, 29 de agosto de 2011

Aullidos - 2

- ¡No sabéis a qué os enfrentáis, estúpidos! ¿Sabéis quién soy? ¿Sabéis QUÉ soy?


El vampiro estaba descontrolado. La jauría le había llevado hasta un callejón sin salida, y miraba a un lado y a otro buscando cómo huir. Todavía era joven, demasiado joven. Si hubiera sido uno de sus mayores, podría haber saltado la tapia de varios metros. Incluso había rumores sobre chupasangres tan poderosos que eran capaces de atravesar muros de ladrillos de un solo golpe.


Cuando llegué, toda la manada estaba a su alrededor, gruñendo. Teníamos órdenes de no transformarnos, ya que estando cerca de los límites del territorio, cualquier descuido podría ponernos a la vista de los humanos, pero notaba las feromonas en el aire. Mis hermanos estaban deseando saltar sobre el pálido muchacho y destriparle con nuestros dientes. Pero ninguno se movió. Hasta que Roben se abrió paso a empujones, demostrando su superior fuerza física.


- Sabemos perfectamente qué eres, muchacho. ¿Sabes tú acaso dónde te has metido? ¿Tu hacedor no te ha enseñado los límites de tu terreno de caza?


Roben estaba completamente sereno, sin mostrar sentimiento alguno. Comparado con el resto, que éramos una maraña de rabia y ansia de sangre contenida, el viejo de pelo canoso se mostraba tan tranquilo como un mar en calma. Era una de las ventajas de la edad. Sabíamos que muchos de nuestros hermanos habían dejado que su bestia interior se desbocara, y eso a menudo llevaba a una muerte estúpida.


- ¡Cállate, viejo! ¡Yo voy donde quiera! ¡Soy un señor de la noche! – gritó el vampiro, mostrando sus colmillos aún empapados en sangre inocente - ¡Puedo acabar contigo, y con esos niñatos que te rodean! ¡Soy inmortal!


Un leve murmullo surgió de la garganta de Roben. Murmullo que lentamente se convirtió en una carcajada. Mostrando sus colmillos de lobo viejo, el instructor nos contagió a todos su risa, provocando un estruendo de decenas de voces. El chupasangres se quedó paralizado, sorprendido de nuestra reacción.


- Conozco a los que son como tú – dijo Roben, ordenándonos callar con un gesto de su mano – eres joven, te sientes capaz de todo, sobre todo ahora que has empezado a alimentarte por tu cuenta. Pero te han enseñado mal. Deberían de haberte enseñado las normas básicas de cortesía…


Y diciendo esto, avanzó unos pocos pasos hacia el joven, que respondió con un siseo amenazador. - La primera norma - dijo, alzando su dedo índice - No romperás los límites de tu territorio. Si lo hicieras, atente a las consecuencias.


Nos quedamos paralizados viendo cómo Roben manejaba la situación. Sabíamos de sobra que el viejo era capaz de derrotar con facilidad a un neonato, pero siempre cabía la posibilidad de un descuido, o incluso una trampa.


- ¿Sabes lo que pasaría si no existiera esa norma, chiquillo? Una guerra. Una guerra tan brutal y sanguinaria que traspasaría las fronteras y llegaría a los seres humanos. ¿Eso quieres? Siglos de mantener nuestra existencia en secreto, ¿rotos por un estúpido que no sabe cuál es su sitio?


Roben se quedó a pocos metros del vampiro, con los brazos cruzados y la mirada clavada en él. Su cuerpo, cargado de cicatrices fruto de años de luchas y combates, era una imponente escultura de piedra. Los músculos se cincelaban en la camisa de cuadros que cubría su torso, y el cuello, ancho como una tubería, parecía estar siempre en tensión.


- Por hoy dejaré que te marches, ya que no eres más que un chiquillo. Pero no te atrevas a volver – dijo, girando sobre sí mismo y dándole la espalda – Y una cosa más… dile a tu señor lo que has hecho esta noche. Él sabrá cómo castigarte.


Roben avanzó hacia nosotros, olvidándose del chupasangres. Estábamos sorprendidos, estupefactos. ¡Iba a permitir que se fuera de rositas! ¡Un vampiro!


- ¡Nadie me da órdenes, viejo! ¡Te arrancaré la cabeza, y luego mearé sobre tu cadáver!


Era rápido, sin duda. Hasta el más novato de los hijos de la noche aumentaba su fuerza y su velocidad tremendamente tras la transformación, y éste además estaba recién comido. Como un borrón, desapareció de nuestra vista, para aparecer inmediatamente después un metro por encima de la cabeza de Roben con los colmillos desenfundados y las garras en alto. Nosotros ni siquiera habíamos sido capaces de parpadear, ¡y ese cabrito estaba sobre él! Quería moverme, transformarme en lobo y desgarrar su cuello de no muerto.


Pero no sería necesario. Desde aquella noche, empecé a mirar a Roben con otros ojos.


Con una sonrisa socarrona en su rostro, se giró y atrapó el cuello del vampiro con una mano. Su velludo brazo bajó rápidamente contra el suelo, haciendo crujir el hombro del chupasangres cuando impactó violentamente en el asfalto. Empezó a gritar de dolor, retorciéndose ante la visión de su destrozado miembro que no era capaz de sanar. Sus alaridos resonaban en el callejón, excitándonos de una manera que nunca había percibido. Era el olor de la sangre, de la carne de vampiro esperando ser devorada.


- Te había dado una oportunidad, chico – dijo Roben, casi con pena, mirando con ojos lobunos al vampiro que se retorcía a sus pies – Te has atrevido a levantar la mano contra un licántropo, en su propio territorio. No tengo más remedio que dejar a mis chicos aplicar la ley.


Y diciendo esto, se abrió paso entre nosotros, alejándose de la escena, mientras el pálido muchacho intentaba incorporarse a duras penas, rodeado de unos jóvenes lobos ansiosos.


- Muerte – dije con una sonrisa maliciosa, mientras notaba cómo mi bestia interior se liberaba.


- Muerte – repitieron mis hermanos, acompañando mi transformación con la suya, entre crujidos de huesos y gruñidos de dolor.


El callejón se llenó de rugidos durante unos instantes. Rugidos que pronto quedaron ahogados por el ruido de las bestias alimentándose.

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