jueves, 6 de octubre de 2011

Comunidad Umbría - Brian Dockerty

¿Recordáis al joven teletransportador de la partida de X-Men de hace un par de días? Como no pude utilizar a ese personaje, decidí escribir otra historia con un trasfondo mucho más rico. Estoy seguro de que me voy a divertir de lo lindo con él. Espero que os guste.


Cuando eres hijo único, tienes que entretenerte como puedes. A menudo tiendes a juntarte con los chicos de tu barrio a jugar a la pelota o al baseball, o construyes bólidos de madera y cartón para lanzarte colina abajo. Los más afortunados tenían videojuegos con los que pasarse horas, o alguna mascota con la que irse al campo. En mi caso, tenía juguetes. Cientos de muñecos de fieltro, felpa o plástico que había heredado de mis primos, o incluso de mis abuelos. Mi madre insistía en que lo único que necesitaba para entretenerme era mi imaginación.

Nunca supe si lo decía para mantenerme callado o porque lo pensara de verdad.

Mi padre murió cuando era muy pequeño, aplastado por un edificio que se había derrumbado durante un enfrentamiento entre dos mutantes. No recuerdo los nombres, pero mi madre siempre hablaba con rabia de esa gente. De firmes convicciones católicas, insistía en que habían sido alejados de la mano de Dios y que no pertenecían a este mundo. Yo, como no había llegado a conocer a mi padre realmente no le echaba mucho de menos, pero siempre noté ese vacío en casa.

Cuando acabé los estudios no tenía medios para acceder a la Universidad como otros compañeros de mi clase, y no era un gran atleta como para que me concedieran una beca deportiva, así que me uní a la larga lista de gente de mi ciudad sin trabajo. Sin experiencia laboral, y con mucho menos que ofrecer, me dedicaba a pasar el rato entre mis muñecos, imaginando tierras de fantasía donde yo era un caballero andante que salvaba al mundo de demoníacos invasores. A veces soñaba con que era uno de esos superhéroes con trajes de brillantes colores que soltaban frases contundentes antes de derrotar al villano de turno.

Una mañana me encontré con que mi madre había vendido toda mi colección en un rastrillo para conseguir unas pocas monedas para que pudiéramos pagar las facturas. Quise protestar, pero sabía que era lo mejor, aparte de que no quería que mi madre pensara que era infantil por añorar esos entretenimientos, más típicos de niños que de un muchacho de veinte años.

Así que allí me encontraba, con todo el tiempo del mundo y nada con que entretenerme. Me dedicaba a pasear sin rumbo por la ciudad buscando algún trabajo a tiempo parcial con el que ganarme alguna propina, pero todo el mundo estaba igual que yo. Un día, aburrido, me senté cerca de un solar en construcción donde alguien había dejado una carretilla con unos pocos puñados de cemento fresco. Pensando que con el sol que hacía pronto se secaría y quedaría inservible, asumí que nadie lo echaría en falta si me entretenía con él. Allí me vi, con las manos sucias, intentando moldear algo para regalárselo a mi madre.

Nunca había intentado hacer algo así. La escultura era algo más propio de artistas de otra época que de un chico de un barrio industrial, pero me sorprendió la facilidad con que era capaz de plasmar en el cemento la idea de mi cabeza. Modelé con la sola ayuda de mis manos un hermoso gato a punto de saltar. Incluso podían distinguirse los rasgos salvajes del rostro y los músculos tensos. Un anciano que pasaba por allí se me quedó mirando maravillado, y me ofreció algunas monedas por él. ¿Por qué no? El cemento no me había costado nada, y con ese dinero podía comprar un bonito regalo para mi madre.

De regreso a casa, con un bonito jarrón que había comprado para ella, lleno de flores silvestres, me extrañó ver un coche desconocido junto a nuestra casa. No le di importancia, así que entré con mis propias llaves, y me quedé paralizado cuando observé con terror cómo mi madre estaba manteniendo relaciones sexuales en el sofá del salón con un hombre al que no había visto nunca. Él, sorprendido tanto como yo por mi aparición, se apartó de mi madre violentamente y, poniéndose los pantalones, se marchó de casa. Ella empezó a gritarme, diciéndome que no tenía educación y que hubiera sido mejor si no hubiera nacido. Como detalle final, me abofeteó con el dorso de la mano, haciendo que el jarrón se cayera de mis manos.

Me quedé sentado en el suelo, frente a los pedazos rotos de lo que iba a ser un hermoso regalo, mientras lágrimas de rabia afloraban en mi rostro. Una vez salí de mi estupor, comencé distraídamente a recoger los pedazos del jarrón, pensando en si no habría sido mejor quedarme con el gato que había modelado. Y cuando me quise dar cuenta, allí estaba otra vez. Con la misma forma salvaje y casi real, pero formado por los pedazos rotos del jarrón. ¿Cómo había podido ser? ¡Era imposible!

Mientras lo revisaba, absorto por lo sucedido, me maravillé por los detalles. Incluso pareciera como si los músculos se movieran bajo la piel, o los ojos parpadearan a la luz de la bombilla del salón. Por supuesto, eso no podía suceder, ¿verdad?

A la mañana siguiente, con la mejilla aún dolorida por el bofetón de mi madre, escuché cómo llamaban a la puerta de casa. La oí hablar con alguien en la puerta, y un posterior grito de sorpresa. Luego la puerta de mi habitación de abrió de golpe, y ahí apareció con una sonrisa en los labios. Pareciera como si lo sucedido el día anterior se le hubiera olvidado de repente, porque me abrazó con fuerza, diciéndome que me habían concedido una beca de trabajo. Según me contó, el anciano al que había vendido mi escultura el día anterior había enseñado mi obra a alguien influyente, y el resto sólo era historia.

El mundo del arte no me había llamado nunca, pero bueno, una oportunidad como esa no se podía desaprovechar.

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