lunes, 1 de marzo de 2010

Arändiel 2/2

Segunda parte y final de la breve historia de Arändiel, el semielfo.


Pronto el muchacho destacó en una habilidad que significó un gran cambio en su vida. Bien, ahora es cuando decís “Eh, habías dicho que el protagonista de esta historia no era nadie especial”, pero estaríais equivocados. La habilidad que Arändiel desarrolló fue la de desaparecer. Pero no volverse invisible, no, sino esconderse como un ratón en cualquier esquina, con tal de estar solo y que nadie lo molestase. Durante esos períodos de paz, donde Arändiel podía ser verdaderamente libre, aprovechaba para dar rienda suelta a sus pequeñas aficiones. Una de ellas, y a la que le dedicaba mucho más tiempo que las demás, era la de montar y desmontar una y otra vez pequeños artilugios, como cajas de música y rompecabezas de madera. Le apasionaba la exactitud con que funcionaban los artefactos mecánicos. Era muy distinto a la magia arcana. En la magia, debes aprender complejos rituales, administrar la energía de tu entorno, e infinidad de cosas más que a él le resultaban de lo más aburridas.

Así que aquí nos encontramos, un medio elfo de manos y mentes inquietas, sometido al control caso absoluto por una madre que no admitía más órdenes que las suyas. Como bien supondréis, porque es algo que ocurre muy a menudo, cuando más fuerzas las cosas a ir contra su propia naturaleza, más se revelan. Así que llegamos al momento que os comentaba al principio de nuestra historia. La decisión que tomó nuestro protagonista, y que cambió su vida. Una mañana lluviosa, Arändiel cogió un petate y sus cosas y tomó la calle hasta la plaza. Y de la plaza, bajó hasta el mercado. Y del mercado… bueno ya sabéis, se fue de Ventormenta. ¿Dónde, os preguntaréis? Pues con Arthur, su padre, por supuesto. Quizás él no sería tan agobiante como lo era Camila.

Ahora, cojamos el libro de la vida de Arändiel y pasemos unas cuantas páginas. No nos saltaremos nada importante, quizás su primer amor, o el primer artefacto que fabricó. Si os interesa, volveremos a ellos en otro momento.

Bien, veamos… sí podríamos seguir por aquí. Pasaron los años, Arändiel ahora tiene unas treinta y cuatro revoluciones, equivalentes a acabar la adolescencia para un muchacho normal y corriente. Arthur ya es demasiado mayor para trabajar en la herrería, y su hijo decidió que no seguiría toda la vida aporreando el yunque, así que contrataron a un par de chicos jóvenes del pueblo. A su edad, Arändiel ya era todo un muchacho alto, de pelo azabache largo y rebelde, y unos ojos inquietos. Sus manos blancas siempre se estaban moviendo y una pequeña pelusa apareció en su mentón. Aún practicaba la magia arcana, pero para fines bastante triviales, como mover grandes rocas, o servirse el café. 

Una mañana, Arändiel se había levantado al alba inquieto. La noche anterior se había acostado pensando en un artefacto que, a su modo de ver, ayudaría a su padre a moverse por la casa. Se durmió pensando en ello, pero al alba, cuando los primeros gallos de la villa cantaron, él saltó de la cama de paja y corrió a su pequeño taller, lleno de artefactos a medio fabricar. Allí comenzó a fabricarlo, usando madera y latón para ello. Sin darse cuenta, de manera instintiva, utilizó sus poderes arcanos para manipular los pequeños engranajes del artefacto, y sonrió. ¡Por fin había algo que sacar de provecho del tiempo viviendo con Camila! Apenas habían pasado unos minutos, cuando salió corriendo para decírselo a su padre.

¿Sabéis esa sensación en la que algo os dice que  todo va mal… pero no sabéis qué? Eso le pasó a nuestro amigo. Llamaba a su padre, pero éste no respondía. Su corazón comenzó a encogerse poco a poco por el miedo, hasta que llegó a la salita que hacía las veces de sala de estar y comedor, y allí lo vio. Sentado en un sillón viejo, yacía Arthur, su padre, con una sonrisa sin alegría surcando su rostro. En sus manos tenía una carta manuscrita.

Arändiel no sabía qué hacer, ni qué decir. Se sentó a su lado, y tomó la mano de su padre entre las suyas. No derramó ni una sola lágrima, pero os puedo asegurar que en su interior todo era llanto y dolor. La única época en la que había sido feliz daba a su fin con la muerte de Arthur. ¿Qué haría ahora un semielfo como él, ni mago ni herrero, para ganarse la vida? De pronto le dio por mirar la carta que sostenía el difunto entre sus dedos, y la leyó:

 

Querido Arthur:

Ya no puedo aguantar más esta forma de vida. Me

alejé de la aventura, el saqueo y el pillaje por ser feliz

junto a ti. Ahora no estás a mi lado, y nuestro hijo hace

dos días que salió por la puerta de mi casa, para nunca

más volver.

Ya no hay nada que me ayude a vivir aquí.

Me marcho a Therarmore, con unas primas de mi madre.

No es la vida que siempre quise, pero al menos no

estaré sola. He decidido vender la casa para costearme

el precio del pasaje, pero he dado instrucciones para que

te hagan llegar una parte, para que puedas criar

a nuestro hijo sin problemas.

Dile a Arändiel que le quiero, aunque

me temo que nunca se lo he demostrado.

Con cariño, Camila.

 

Siempre había pensado que su madre no le quiso, y por eso nunca intentó contactar con él tras su marcha. Parecía que sí le había afectado. Ahora Arändiel no tenía a nadie, ¿qué podría hacer? Su madre vivía lejos, pero la idea de cruzar el océano no le interesaba lo más mínimo. Quizás volvería a Ventormenta, y vendería la casa de su padre. Empezar de nuevo, marcándose su propio ritmo…

Tampoco era tan mala idea, ¿verdad?


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