miércoles, 25 de mayo de 2011

Comunidad Umbría - Bjorn Hojafilada

Desde que tuve la oportunidad de interpretar a un enano en una partida de ESDLA, me enamoré de esos pequeños. Su fuerza, determinación y tozudez encajan a la perfección con una parte de mí. La siguiente historia está escrita para una partida ambientada en un mundo similar al de D&D, aún sin concretar.


Desde pequeño se me educó para ser un guerrero. Mi padre aún servía en las filas del ejército del Maestro Capataz, y su mayor deseo era que yo sirviera con él cuando tuviera la edad suficiente.

Cuando nací poseía los rasgos típicos de mi árbol genealógico: el pelo color cobrizo, la piel oscura y los ojos claros. No había duda de que era un Hojafilada. Al poco se realizaron los rituales típicos de mi familia para asegurarse de que estaba sano: un exhaustivo examen físico para comprobar que tenía cinco dedos en cada mano y en cada pie, los huesos resistentes y los ojos brillantes; una ofrenda a los Dioses para que las enfermedades infantiles que a menudo se llevaban a los recién nacidos más débiles no me afectaran, y lo que mi padre gustaba llamar “la noche eterna”, que consistía en dejarme a solas en una habitación cerrada durante toda la noche sin ninguna atención. Así se lo habían hecho a él, y a todos los varones de su familia durante generaciones. Sobra decir que si ahora mismo estoy aquí es porque todas las molestias que se tomaron dieron su fruto.

No te voy a aburrir con detalles de mi infancia, porque no fue distinta de la de cualquier enano de las Montañas Blancas. Vivir bajo tierra rodeado de centenas de otros enanos, constantemente trabajando, no deja lugar a la imaginación, así que nunca fui un niño muy creativo. Además, si alguna vez se me ocurría quedarme embobado mirando a la oscuridad, planteándome qué se escondería más allá de las sombras, alguno de mis hermanos me pegaba un pescozón para que “dejara de perder el tiempo”. Benditos sean. Si no hubiera sido por ellos, probablemente ahora sería uno de esos advenedizos que pierden el tiempo escribiendo poesía o mendigando por las calles.

Cuando tuve la edad suficiente para blandir un hacha sin cortarme un trozo de oreja, me alisté al Ejército. Ni que decir tiene que era el camino lógico a seguir, porque en mi casa, o eras Herrero, o eras Soldado. Todavía no había nacido en esta generación ningún futuro Maestro Artesano, así que tanto mis hermanos y yo habíamos seguido el camino militar. Algunos años después, ya era capaz de manejarme de una manera más que decente con cualquier arma marcial, y mi cuerpo se había endurecido a base de marchas kilométricas bajo tierra, entrenamientos que me dejaban los músculos doloridos y trabajos forzados cuando nuestra actitud no era la adecuada. Lo normal en cualquier enano, vamos.

Y bueno, poco más puedo decir, porque ya viene “aquello”. Estoy vivo porque en aquella época estaba obsesionado con cazar un oso gris para regalarle la piel a mi padre por su jubilación. Eres un jodido paleto sin idea de geografía, así que te diré que los osos grises de las Montañas Blancas son unas bestias bastante esquivas, y una capa de su piel es capaz de mantenerte caliente hasta en las noches más frías. Así que me dije “Bjorn, ese va a ser el regalo perfecto para padre”. Si no se me llega a meter en la cabeza eso, ahora mismo estaría bajo tierra alimentando a los gusanos.

Hay muchas teorías acerca de qué sucedió realmente con mi clan. Unos dicen que se liberaron fuerzas oscuras que aniquilaron a todo bicho viviente. Otros dicen que uno de los Maestros Artesanos mezcló mal algún componente alquímico que hizo que la montaña se derrumbara por completo. Incluso he llegado a escuchar en determinadas tabernas que ofendimos a algún Dios primigenio y nos borró de la existencia con un chasquido de dedos. La verdadera historia es mucho más sencilla: orcos.

Sí. Poco impresionante, ¿verdad? Orcos simples y corrientes. Según descubrí, era una partida de guerra que se había desbandado de una gran contingente y terminó topándose con las tierras de mi clan. Y como esos hijos de cabra no comprenden otra cosa que el acero y la sangre, aprovecharon las fiestas de La Cosecha para pillarlos desprevenidos. Claro que los míos vendieron cara su sangre, y se enfrentaron a los orcos con todas sus fuerzas, pero eran demasiados. Como último recurso, el Señor de la Montaña usó todo el poder de su Martillo Real para provocar un derrumbamiento. Así pensamos los enanos: si esos orcos iban a matarnos, nos aseguraríamos de que morían con nosotros. Y punto.

Te ahorraré detalles lacrimógenos acerca de lo que sentí cuando escuché el derrumbamiento, y luego, cuando lo vi con mis propios ojos. El sonido fue como si el cielo se desgarrase de lado a lado. Terrible. Algo dentro de mí se agitó, tengo que reconocerlo. Al fin y al cabo, soy el último de mi pueblo, y eso para un enano es duro. No tenía ningún sitio al que ir, así que durante años vagué como un jodido salvaje por los valles de la zona. Menos mal que era un buen soldado, porque si no habría muerto a manos de algún lobo salvaje. Luego fue sencillo: un tipo me dijo en una taberna que podía ganarme un sueldo bastante decente haciendo trabajos que nadie quería hacer, como el tuyo. Y aquí me tienes. La verdad es que me ha gustado lo callado que has estado, aunque te juro que me habría acojonado si hubieras dicho algo: soy un tipo muy supersticioso. El tipo que me hizo el encargo quería sólo tu cabeza, así que dejaré el resto para los buitres. Espero que le guste el trabajo de artesanía que he hecho.

La taxidermia con seres humanos no se me da bien.

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