martes, 24 de mayo de 2011

Comunidad Umbría - Toushiro

La siguiente historia pertenece a la partida Poseídos, en la que interpretamos a unos jóvenes con un oscuro pasado que han sido poseídos por demonios que les permiten enfrentarse a las fuerzas de la oscuridad. Me atrajo la idea de dar rienda suelta a mi escritura más morbosa. Espero que os guste.


Los copos de nieve caían lentamente, tornándose invisibles cuando tocaban los árboles, farolas, bancos y verjas. Aquellos afortunados que llegaban hasta el suelo, se unían a los miles de otros copos que habían llegado antes, alfombrando el suelo con una cubierta blanca y de aspecto etéreo.

Pero nada de eso le importaba al joven de aspecto enfermizo que avanzaba con paso lento por mitad de la calle. No le importaban los copos que caían. No le importaba la alfombra blanca y pura que destrozaba a cada paso. Sus azules ojos sólo veían un color.

Rojo.

Todo era rojo. Sus manos, sus ropas, su rostro, su cabello. Todo lo que sucedía a su alrededor era superfluo. El mundo era rojo, rojo sangre. Y también era blanco hueso, y violeta pulmón, y amarillo hiel. Y él sólo quería que todo pasara, que pasara rápido. Que ese sueño en el que se encontraba finalizara y despertara al fin.

El guardia que lo abrazó cuando llegó la policía le repetía que ya todo había acabado. Que estaría bien. Pero mentía. Todos mentían.

Toushiro era un chico silencioso y tímido en una ciudad inmensa y ruidosa. Una sombra en un mar de personas, donde nadie se fijaba en nadie. Iba al colegio, cumplía con sus obligaciones, pero eso en casa no importaba. Las pocas veces que su madre estaba sobria le abofeteaba por el mero hecho de parecerse a su padre, y cuando él llegaba a las tantas del trabajo, hinchado como un sapo, a menudo se quedaba dormido en el sofá, sin prestar atención a la pequeña e insignificante vida que crecía lentamente, año tras año.

Sus padres eran su único mundo. No tenía amigos porque vivían en una zona residencial donde la media de edad rondaba la treintena, así que pasaba los días encerrado en casa, mirando por la ventana o chupando películas antiguas en una televisión que a menudo se estropeaba.

La vida no tenía alicientes ni diversión. ¿Qué objetivos podría tener un niño sin motivaciones, cuyas únicas palabras que recibía de sus padres eran amenazas vanas y regadas con alcohol? Afortunadamente, dedicaban sus esfuerzos en discutir entre ellos, gritando hasta dejarse la voz en esa vivienda de paredes de papel, a sabiendas de que los vecinos conocían al dedillo su vida personal.

Por eso no se preocupó aquella noche, cuando las discusiones pasaron a los golpes y bofetadas. Tampoco se alteró cuando su padre gritó de dolor y rabia, y salió a toda prisa, con la camisa desabrochada y las uñas de madre marcadas en su mejilla. No movió ni un músculo cuando él regresó con la pala con la que el muchacho retiraba la nieve que se acumulaba en invierno en el frontal del edificio, sin que nadie le correspondiera con un breve “gracias”.

Luego todo fue una vorágine de imágenes confusas y desconocidas. Sin saber cómo ni por qué, se encontraba sentado sobre un enorme charco de sangre junto a los cadáveres de sus padres. Ella tenía el abdomen abierto, y sus vísceras aún humeantes emanaban un hedor insoportable. Él aún se movía, gracias a los espasmos de su cuerpo abotargado. Un cuchillo de cocina atravesaba su nuca, sobresaliendo levemente por un lateral. Ambos tenían la mirada cargada de odio, como si la muerte que se habían conseguido el uno al otro no fuera suficiente consuelo.

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